31/12/08

Otra noche

La noche empieza con un roto llanto en el resquicio de la puerta, una ausencia brillante y un resoplido teñido de hastío. Bien.
Ahora vienen esos rostros manchados de ignorancia, felices, que celebran su existencia. Aquí no se notan las notas de despedida, no se oyen estertores de hospital, ni resuenan deudas en huecos apagados. Sólo hay espacio para el cuarto vaso entre espaldas encorvadas que se estiran en sonrisas despreocupadas. No hay esquinas para llorar, ni asientos, ni desvelos. Alcohol, risas y devaneos. Ningún escombro desalmado al acecho del presente. Ninguno. ¡Ninguno!
Sin comentarios, por favor. Me sollozan al teléfono. ¿Qué? No, no pasa nada. Voy pa'llá. Nada, tengo que irme. No, nada, nada. Luego os veo. En cuanto me escaquee de urgencias, ¡fiesta!

30/12/08

El eco vacío

El eco de sus pasos resonó en el hueco pasillo, arrastrado en un vacío gélido y abismal. Su mano se iba dejando caer de protuberancia en protuberancia de la granulada pared, dibujando con las yemas de los dedos casi las mismas ondas irregulares que los latidos de su corazón pintarían en una pantalla al compás desfasado del "bip" mecanizado de un taquicárdico.
Se acercaba lentamente a la sala de estar, el frufrú del camisón acariciando sus tobillos y haciéndole incómodas cosquillas en lo más profundo. Quizá por eso deseaba reír, a pesar del ominoso silencio que podía inhalarse ya desde que entreabrió los ojos en la cama.
Al asomarse por la rendija de la puerta, suspiró aliviada. Sólo un segundo.
Las quietas figuras de sus progenitores, abrazados en el sofá, contemplaban un silencioso televisor pausado. El salón, medio alumbrado por la pantalla, no se inmutaba por la pálida luz plateada que se colaba entre las cortinas.
¿Mamá?¿Papá?
Nada. No pasó nada.
Énfasis, vehemencia. Aún nada. Sacudeidas, visión enturbiada por las lágrimas, dolor... ¿eso que se encogía en su pecho era su corazón?
Lloró durante lo que le parecieron horas, aferrando con desesperación el pijama de su padre, humedeciendo su hombro, sin que él reaccionase, ni diese señales de verla siquiera.
Cuando algo de calma se abrió paso entre las nubes de su encapotada consciencia, se detuvo a observarlo todo, intentando ordenar su caótica mente.
La expresión dolorixda de su madre, estática en su rostro desde hacía varios meses, a pesar de su intento de aparentar entereza frente a ella. La casi catatónica de su padre, que simplemente no parecía hacerse a la idea, por muchos historiales y pruebas que lo confirmasen.
No respiraban. No latían. Sólo estaban.
No debió estar tanto tiempo llorando, ya que aún era noche cerrada. La imagen de un tipo trajeado de mirada perdida en la televisión, en pause, como si la hubiesen detenido en el momento justo en el que parecía que los mirase.
Una nueva oleada de dolor, punzante y frío. Todo iba al revés.
No reconocía la película.
Fue al cuarto de baño, y, con tembloroso pulso (más propio de un anciano con parkinson que de una niña de nueve años), se mojó la cara. Una, y otra vez. Como si el agua pudiese ir más hondo, más allá de la piel, y borrar esa suciedad incrustada en su cerebro que le decía que acababan de perforarle la caja torácica con un taladro del quince.
Vio (entrevió) su demacrado reflejo, las ojeras, la piel agrietada debido a las sonrisas que se obligaba diariamente a mostrar a todo el mundo. Se pasó una mano húmeda por la nuca, rapada, como toda su cabeza, y volvió a salir. Cogió con mano aún insegura el mando del DVD y pulsó off. Una, y otra vez. Un nuevo escalofrío y una triste alegría anidaron en ella mientras, con los lacrimales hiperactivos, volvía a su cuarto, se sentaba en el borde de la cama y acariciaba su piel. Su pálida y fría piel...
Nada.
No pasó nada.




"Pues, básicamente así es como me parece la vida,
llena de soledad, miseria, sufrimiento, tristeza
y sin embargo se acaba demasiado deprisa".
Woody Allen


P.s: Gracias por lo de ayer (y perdón por las molestias). Pak pak ^^

29/12/08

Ecos en la niebla

Una figura oscura, embozada con bufanda negra y gabardina negra y pantalones negros, atravesaba la niebla a paso lento, acariciada por jirones grisáceos y tarareando en murmullos una melodía apagada contra la lana que cubría su boca.
Sus zapatos resonaban, huecos, sobre la acera de madrugada, las manos en los bolsillos, los ojos enfundados en el frío. Unas ramas caducas asomaban a intervalos regulares sobre su cabeza, y desaparecían poco después, engullidos por la blancura opaca y esponjosa que le rodeaba. Ecos moribundos le alcanzaban desde lo inhóspito (un motor rugiendo, oleaje embravecido, silbidos aviares…), unos metros a su alrededor. La brisa, intermitente, desordenaba sus cabellos, descolocaba mechones en su frente y ante sus ojos.
Arrullada en la mañana, la lóbrega silueta apenas miraba por dónde iba. Erraba en línea semirrecta, la vista fija en un punto inexacto.
Imágenes difusas le acosaban inadvertidamente, aguijoneándole con mortal certeza el corazón. Un rostro, una voz, media fragancia, ningún momento exacto.
Un espacio de tiempo de fin aún indeterminado, quizá. Demasiado reciente.
Inesperadamente, un transeúnte surgió de la clara oscuridad, y estiró una mano crispada para sujetarle la manga de la chaqueta.
- ¿Cómo suena una persona al romperse? – preguntó sin mirarlo - ¿A cristales? ¿Madera? ¿Piedras? – se deshizo de la garra que le sostenía. Huyó.
Engullido por la niebla, como todo lo demás. Siguió caminando.
No, no sonaba parecido a nada de eso.
Era algo más parecido al “clack” seco de romper plástico duro. Tal vez, a veces, al ruido sordo de desgarrar una tira de plástico.
De nuevo otro transeúnte, esta vez por el lado contrario. No le detuvo al preguntarle en voz alta si podía escucharse cómo se rompe uno mismo. No obtuvo respuesta.
Engullido por la niebla, como todo lo demás. Siguió caminando.
No. ¿O sí? Sí, definitivamente. Uno lo escuchaba, pero no en el momento mismo en que se rompía, sino cuando se daba cuenta de que estaba roto.
Y no se daba cuenta hasta mucho rato después. Pero tampoco parecía romperse con el sonido sobre el que especulaba instantes (¿o eran horas?) antes. Puede que fuese distinto para cada uno.
Se detuvo de repente, cubierto de grises sombras, e inspiró profundamente, sintiendo la escarcha rozar sus pulmones en amante caricia.
El viento apartó el no humo, dejándole ver un banco alabeado por los años, y se sentó, casi recostado, a la par que cerraba los ojos, oyendo claramente la cacofonía de las calles (rugientes motores, lejanas olas rompiendo contra las piedras, pájaros cantando inseguros a la incierta mañana…), y con escalofríos recorriendo su espina dorsal por la gélida sensación que oprimía… no, que resquebrajaba su pecho.
Poco a poco, la desesperación fue cerniéndose sobre él.
Engullido por la niebla, como todo lo demás… siguió sentado.

Cuento de princesas y monstruos

¿Recordáis esos cuentos tan típicos en los que se habla de princesas encerradas en castillos custodiados por monstruos?
Pues, por muy típico que os suene... había una vez una joven y hermosa princesa que vivía prisionera en un enorme, oscuro y lóbrego castillo, en el cual habitaba un monstruo tan horrible, que nunca aparecía en las historias infantiles por miedo a que los niños perdiesen su interés en la vida.
La princesa, que tenía trece años y empezaba a ser una mujer, tenía el cabello corto y negro, liso, y la piel extremadamente pálida. Su aspecto asemejaba el de una muñeca de porcelana, o de cristal... diseñada para adornar. En lugar de pintarse el rostro de colores alegres, solía pintarse los párpados de colores oscuros, y no sonreía. Como podéis ver, no era la típica princesita de cuento.
Su habitación tenía las puertas abiertas de par en par, y cientos de sirvientes cumplían cada una de sus peticiones. Tenía guardias que la custodiaban día y noche, y muchas jóvenes de su edad, pertenecientes a la corte, que intercambiaban chismes con ella e intentaban despertar su curiosidad por las intrigas amorosas o políticas del reino.
Ella rezaba en silencio a algún ente pagano para que la librase de aquella tortura con la muerte, si era necesario... pero nadie oía sus súplicas, y tenía que soportar horas y horas de incesante balbuceo sin sentido, día tras día.
Después, se marchaba a la biblioteca, donde pasaba la mayor parte del tiempo, eludiendo a sus maestros.
Allí, leía todo objeto legible que cayese en sus manos, y se llevaba especialmente bien con el ayudante del bibliotecario, un chico menudo y de facciones casi femeninas al que le empezaba a crecer una pelusilla divertida por la mandíbula y que se escondía entre las estanterías a leer, como ella.
Pero, como ya he dicho, la princesa era prisionera en aquel castillo, del que nunca la dejaban salir. Ni siquiera en ocasiones especiales, como cuando algún circo iba a la ciudad, o cuando había torneos en honor a su padre.
Seguramente pensaréis que es lo típico, puesto que era una hermosa princesa en una típica historia con un típico monstruo en el castillo... pero aún no os he hablado del monstruo.
Era una bestia horrenda, terrible, cuya sola presencia provocaba escalofríos que helarían a un oso polar.
Pero esa criatura sólo mostraba su lado oscuro cuando le apetecía. Bajo la luz del sol, aparentaba ser un hombre de mediana edad, regordete y afable, que se llevaba bien con todos, pues su misión era mantener la paz en su reino. Y precisamente esa habilidad suya para fingir inocencia era lo más terrible del monstruo...
Sólo una persona había visto el verdadero rostro del rey, su faceta más terrorífica.
La princesa de ojos tristes.
Lo vio por primera vez un par de años atrás, la noche después de que terminase su primera menstruación...
Que su padre la visitase en sus aposentos era un acontecimiento extraño, pues sólo le veía a las horas de las comidas, y que lo hiciese de noche era aún más raro, si cabe.
En cuanto la luz de la luna iluminó sus facciones, ella supo que no era su padre.
La expresión amable del hombrecillo con corona que se sentaba al final de la enorme mesa del comedor no estaba en ningún rincón de aquel rostro.
Sus ojos, muy abiertos, la observaban con una avidez sádica que le hizo temblar.
Su labio inferior temblaba de un modo incontrolable, y, de vez en cuando, se lo mordía para tranquilizarlo, sin conseguirlo, o se relamía emitiendo un sonido de succión repugnante.
Su ceño estaba tenso... no fruncido, simplemente... tenso.
Su calma, su lentitud al caminar alrededor de la cama, como un depredador acechando a un conejillo, era lo más abrumador de todo...
Finalmente, el monstruo se lanzó sobre la princesa, e hizo que volviese a manchar las sábanas de rojo, tapándole la boca con una mano mientras cometía las atrocidades que le convertían en un monstruo.
Al terminar, la bestia le rugió al oído que no se lo contase a nadie, o la decapitaría, y a su madre también.
La princesa, encogida de dolor, miedo, e incomprensión, asintió.
Y le hizo caso.
El monstruo aún visitaba sus habitaciones de vez en cuando, y le susurraba al oído con voz ronca que sería suya para siempre, y que nunca, nunca la dejaría escapar de su castillo.
¿Recordáis que, cuando todo el mundo cree que la historia va muy mal, aparece el héroe y salva la situación?
Pues en esta historia, no hubo héroe. El monstruo tuvo un niño varón, heredero al trono, y lo crió para gobernar.
La princesa sufrió bajo la tiranía de la bestia tres años más, hasta que saltó por la ventana de su cuarto.
El monstruo siguió viviendo en el castillo con su descendiente, y fueron felices y comieron perdices.
Fin.



"-Cuando deseas algo tanto que cierras los ojos y lo pides con todas tus fuerzas, Dios es el que te ignora".
Larry, en "La Isla"

27/12/08

Huellas en la niebla

Va tras esa figura que camina por mitad de la calle, alejada de todo de un modo casi etéreo.
Se arrastra tras su grácil silueta, de pasos elegantes y felinos, que fluyen casi como la superficie de un lago mecida por el viento.
Levita como un satélite, cada vez más cerca de la marmórea faz y cuidado aspecto, impecable hasta en el más mínimo detalle (los brillantes zapatos negros, la cadena que sobresale de su chaqueta donde guarda el reloj de bolsillo, incluso ese mechón en apariencia rebelde que brilla, ónice, en su frente).
Se abraza con la desesperación del vacío a sus anchos hombros, casi como si el calor de su cuerpo fuese lo único capaz de sostenerle.

El sol se apagaba, ruborizado, en el horizonte, y las nubes se iban deshaciendo sobre su cabeza, a la par que las estrellas apuñalaban el cielo con su tenue brillo, y un pálido plateado difuminaba el aire y descoloreaba todo.

Pero seguía tras él, ominosamente cerca, siempre a una distancia prudencial, con expresión dolorida y aspecto difuminado.
Finalmente, aunque no dio muestras de percibir su presencia, fue encorvándose por el peso, y gruñendo de dolor por las emociones que revoloteaban a su alrededor, dudas y luces en la oscuridad.
La niebla, lentamente, lo alcanzó. Sus rasgos se volvieron irreconocibles. Las lágrimas hacían brillar sus ojos cuando se detuvo, la mirada fija en el reloj de bolsillo dorado que sostenía una mano temblorosa.
No pudo evitar escudriñar por encima de sus cansados hombros, con curiosidad, aunque sintiéndose culpable y sin abandonar esa mueca perenne de sufrimiento en su distorsionada realidad.
Unas iniciales en relieve. La rabia de sus pasos, que nunca dejaron de tener esa elasticidad propia de su compostura de caballero chapado a la antigua, cobraría sentido para otros. Lo que miraba por encima de su hombro y siempre le había seguido se limitaba a seguir lamentándose por algo, sin comprender. Al fin y al cabo, lo único que debía hacer era acompañarle hasta la niebla, donde lo perdería de vista, como siempre pasaba con todos. No le interesaba nada más, y quizá fuese eso lo que lo entristecía. O quizá fue cómo había cambiado todo para aquel hombre encorvado desde que ella encontró la niebla.

Un deambular frenético, incansable, de rápidos vistazos a las manecillas y farfulleos ocultos bajo una máscara impenetrable.

Al final, a pesar de haberlo abrazado con ansia tantos años, lo soltó, y, como siempre, todo lo que pudo hacer fue ver gris... y oír, alejándose, el eco de sus pasos en la niebla.




"There's nothing left but wasted years".
Cold - Wasted Years
Voces al otro lado del cristal, su calle no llega a ser una calle cualquiera por mucho que lo intente, gemidos y sábanas del día siguiente en su imaginación, espinas inconscientes en su corazón, y una leve esperanza, atenuada por la autoestima agarrotada por los golpes, del quizá.
Efímero y desolador quizá, agrietado entre espuma y cubitos de hielo, resoplando estertores moribundos. Sólo figuras recortadas a contraluz tras una cortina.
Siluetas distorsionadas por la idealización, que cree mirar a través del cristal, y, aún así, consciente de su propia inconsciencia, furioso por su ceguera... sigue adorando a esa figura tras el cristal, y la cortina, a esa silueta inalcanzable.
Y clama compasión, venganza... o cualquier medio de atravesar sus barreras.

24/12/08

Lo que nos espera

A la vuelta de la esquina te esperan la esperanza, el futuro y no sé qué más, dicen algunos. Pero en el fondo de un cuarto vaso espumado por cerveza barata se adivinan contornos de verdad, y a través de él se vislumbra mejor todo lo que nos rodea. Al menos, de un modo más fiable, porque lo que ponen ante nosotros esos que nos rodean, esa masa colorida de ropa que lleva a personas como complemento de moda, es mucho más complicado de ver.
Ya que en situaciones de bar, esos momentos alcoholizados por la memoria e implícitos en nuestro anecdotario particular, no solemos llevar una libreta con la que apuntar desvaríos y paranoias de locura transitoria, creo que merece la pena afinar el recuerdo al referirnos al fin de año.
Éste o cualquier otro.
¿Veis algo más allá de familiares con la corbata aflojada, amigos apurando la última copa, o platos vacíos manchados de sobras de nuestro recato económico (tan básico y útil en tiempos menos festivos)?
¿No?
¿Qué clase de vida lleváis vosotros?
Sí, embriagaos, como dijo Baudelaire, “de vino o de virtud, como gustéis”. Embriagaos, ahogad el recuerdo, o paladeadlo cual sublime néctar de vida, pues sabéis bien que lo que hace que sigamos adelante es, inevitablemente, el recuerdo.
Los recuerdos, en plural. Una sensación o sentimiento de obligación para con los que nos rodean, no importa. ¿O nunca os habéis planteado, acaso, lo fácil que sería, simplemente, morir?
Pero no, seguid en pie. Pedid otro vaso, de lo que prefiráis beber, a mí no me importa, nunca he tenido preferencias (salvo una época que estuve encaprichado de esa rubia con orillas bañadas de espuma). Vivid (supongo), pues algo o alguien os impulsa, ¿no es así? Incluso si ese alguien (o algo, según la opinión de vosotros mismos que tengáis, la mía os importará bien poco) no es más que una imagen desde un espejo.
¿Por qué, tras este derroche pesimista, preguntáis?
¿Y por qué no?


"Ya sabes que, delante tuya, no me hablo contigo". Anónimo.

Fantasmas

A veces, de noche, los fantasmas vienen a verme.
No son espíritus que siguen aquí porque tienen asuntos pendientes con los vivos, ni almas condenadas a vagar eternamente por la faz de la tierra. No son criaturas horrendas de ultratumba que quieren asustar a la humanidad, ni tampoco reflejos de alguna persona tras su muerte.
Son fantasmas de miedo, de frustración, de rabia… son fantasmas del recuerdo.
En el mismo instante en que apago la luz, una sensación opresiva se atrinchera en mi pecho, clamando a gritos su derecho a estar ahí hasta que el amanecer la carbonice.
Cuando anochece, empiezo a inquietarme, y mis gestos se vuelven más bruscos, mi comportamiento más irritable e irritante. En cuanto estoy a solas, discutiendo conmigo mismo al extender mi mano buscando el interruptor que me sume en la más absoluta sima de oscuridad, me asaltan a traición, armadas con el conocimiento de mis más profundos secretos, las inclementes nubes de la memoria, que siempre parece reiniciarse al saludar cada noche a la almohada.
Mis párpados, tan pesados ante la soporífera presión de mi caja torácica, se cierran y me impiden escudriñar la oscuridad del espacio vacío sobre mi cama, mientras oigo el zumbar de un vampiro, un insecto sediento de sangre que viene a por mí mientras duermo, cuando sabe que un sudor frío recorre mi cuello, cuando sueño.
En mi mundo onírico diurno, el sol se trunca luna, que ilumina cuanto piso con un resplandor plateado. Los rostros de la gente se transforman en objetos increíbles e iridiscentes que me cuentan sus vidas con ojos multicolores. Mi vida, en todo su esplendor, con todos sus significados, con lo bueno y lo malo que conlleva, cambia, y soy otras personas. Y todo eso sin drogarme.
Mis noches son harina de otro costal.
Al no decirle conscientemente a mi subconsciente “vuela hasta donde te lleven tus alas, y después arráncatelas y móntate en un cohete para llegar más alto”, mi subconsciente decide emprender vuelo por su cuenta.
Cuando los soplos de mi imaginación no lo guían, mi alter ego, adormecido por la febril acción diaria de inventar mundos, despierta y abre sus sentidos, y me arrastra con él a las fosas marinas a buscar bestias inexplicables.
Esas criaturas indefinidas, creadas tiempo ha por esta mente antaño perturbada, actualmente conmovida por azotes hormonales de locura adolescente y que aún habrá de ser arrancada de sus cimientos por los brazos de la senilidad, ahora ocupan mis más terribles pesadillas.
El terror inconmensurable que se apodera de mí entonces puede explicarse debido a que tales perversiones, creadas por una mente infantil torturada por las inclemencias de una sociedad de niños crueles y sobrados de sí mismos, ahora anidan en los rincones de una personalidad pacífica, feliz y de naturaleza extraña, quizá burlona y sarcástica, pero no antipática ni mucho menos rencorosa.
Los fantasmas que me atormentan por la noche son las voces, elevadas por encima del habitual sonido que acompaña a las instituciones escolares, de los infantes de mi clase.
Los clamores, los ánimos desenfrenados de ignorantes vocecillas que se emocionan al ver cualquier espectáculo brutal, como el maltrato de un animalillo desamparado.
Algo similar a lo que ocurría por aquel entonces, en lagunas de recuerdos que habían llenado valles en el Himalaya sólo con mis lágrimas.
Esos recuerdos que me atormentaban cada noche, persistiendo a través del tiempo como si nada hubiera ocurrido, como si la persona protagonista no hubiera cambiado.
En aquella época era yo huraño, antisocial y de pensamientos claros y distintos. Tres aptitudes ya de por sí más que suficientes para valerme el desprecio de la clase. Lo que no podían soportar era que un niño que reunía esas características y las fusionaba con un sobrepeso inusual, una testa desproporcionada y una edad más temprana que la suya les superase en todas las asignaturas.
Por eso, cuando el más burdo y simple de la clase, el que menos tenía que perder puesto que no pensaba seguir estudiando mucho tiempo, me acorraló tras la mesa del profesor y comenzó a apalearme con su altura superior, su edad más avanzada y su boca llena de insultos hirientes y desmotivados, el resto de joviales chiquillos que serían considerados santos si mantuviesen cerradas sus malditas bocazas no hicieron otra cosa que vitorearle.
El primer año en aquella nueva institución para “niños mayores” fue desastroso, ganándome sólo una amistad, la de un profesor, y perdiendo la del resto de compañeros de mi edad.
El siguiente año las cosas sólo empeoraron.
Por si no fuera suficiente con las burlas y las constantes pullas, volví a sentirme acorralado. Este fantasma es más nítido y sabe mejor que el otro dónde atacar, pues siente especial deleite en aterrorizarme cuando me ve indefenso en la cruda noche de mi pequeño habitáculo.
Uno de los agresores era rubio, ancho de hombros y una cabeza más alto que yo. El otro era moreno, algo más bajito que su compañero pero no demasiado, y enormemente corpulento.
Los dos sonreían cuando me taparon la salida del baño.
Un empujón casual en el hombro acompañado de una broma absurda y una risotada me pusieron los vellos de punta, pues era consciente de lo que podía suceder si no elegía las palabras adecuadas.
Con la mirada gacha y una expresión suplicante volví tímidamente a intentar salir, pero sus sonrisas se habían desvanecido, y el empujón se había transformado en una patada a la barriga, seguida inmediatamente de sendos puñetazos sobre el rostro.
La estatura y corpulencia superiores de los chicos me acobardaron tanto como la dureza de sus golpes, y en el momento en que caía al suelo, rogué clemencia, supliqué el perdón por los desconocidos agravios que pude haberles ocasionado sin percatarme de ello, juré fidelidad eterna e incondicional por un salvoconducto para salir de aquel mugriento lugar y librarme de aquellos dolorosos golpes, que parecían buscar directamente la autoestima, la escasa dignidad y el orgullo, ahora ocultos, de un hombre de honor, lector empedernido de literatura fantástica, plagada de héroes que salvan doncellas y caballeros que afrontan la muerte levantándose hasta que la última gota de sangre abandona sus cuerpos.
Sin embargo, mis patéticas peticiones de misericordia fueron ahogadas por una lluvia de puños, pies, rodillas, codos e insultos.
Sobre todo, insultos.
Mis pequeños brazos, también desproporcionados con el resto de mi voluminoso cuerpo, cubrieron mi cabeza de un modo inútil, pues cada golpe parecía atravesar piel, músculo y hueso para acertar de lleno en el corazón.
Por un momento, creí perder la consciencia, notando el cuerpo dolorido y no viendo nada más que el negro de mi chaleco.
Al dejar de sentir los golpes, aparté las manos, aún sollozando y con una mueca de héroe de cuento al que acaban de derrotar y que no puede creerse que el mal vaya a ganar al bien.
La única diferencia era que yo nunca me había imaginado protagonista ni antagonista de una historia. Siempre creí que era un secundario, ignorado por todos. Había descubierto de la peor manera posible que había algunas personas a las que mi existencia incomodaba.
Al entrar en clase, abochornado por mi aspecto y por la estocada letal que habían sufrido los restos de mi desdichada y pobre confianza en mí mismo, cogí mi mochila y me fui sin mediar palabra alguna ni dirigir ninguna mirada a mis otros compañeros.
Llegué a mi casa y estaba solo, perdido, pues mis padres estarían fuera trabajando.
Dejé la mochila en el suelo del salón y me senté, contemplando la pantalla apagada del televisor con deseos de consuelo y de venganza, pero sobre todo de consuelo.
Cuando mi madre llegó, me ordenó volver al centro penitenciario, a mi cámara de tortura particular. Las lágrimas que se habían aposentado en mis ojos sin que me diera cuenta no la habían conmovido en absoluto. La confusión que sentí fue suficiente para hacerme volver sin replicar.
Al llegar, una avalancha de abucheos por parte de mis compañeros y gritos de “llorica” acompañados por un sermón del profesor por llegar a tan descabellada hora me hicieron sentarme aún confundido.
¿No había sido yo el maltratado?¿Acaso no había sido algo totalmente injusto e injustificado?
Mi cara amoratada, mis brazos lastimados y mi orgullo desaparecido me daban la razón.
Entonces… ¿por qué…?
Cuando termino de rememorar los más oscuros acontecimientos de mi existencia, despierto con el corazón latiéndome en el pecho a tanta velocidad que creo que podría morir de miedo.
Tanto miedo como el que sentí en ambas ocasiones, situaciones en las que individuos mayores de edad y cuerpo que yo hicieron algo más que amenazarme.
Tanto miedo como el que sentí al creer que realmente no le importaba a nadie más que a mí mismo.
Tanto miedo como el que sentí al creer que estaba solo.
Y ese miedo, que poco a poco ha ido desvaneciéndose con la presencia de personas, de recuerdos junto a ellas y de momentos de alegría, vuelve cada noche, para acongojarme en mi único instante de soledad.
Me abruma, recordándome que cuando estoy tendido sobre el colchón, respirando pausadamente y tratando de asimilar lo que ha pasado a lo largo del día, estoy solo, a su merced.
Ese terror, que creo que ya será crónico, a la soledad me asalta cada noche.
Vuelve, recordándome los momentos más terribles de mi existencia.
Con una forma gaseosa, indefinida por los años y los instantes de felicidad acaecidos desde entonces; con una silueta incapaz de distinguirse del mismo aire.
Regresa a mí con estas nuevas características, dilucidándose poco a poco, difuminándose de mi vista pero aún anidando en mi corazón cada vez que está cerca, haciéndome tener frío y sentirme mal, como dicen que te sientes cuando hay un espíritu cerca…
Retornan cada anochecer, cada momento oscuro y solitario, y me visitan sin descanso, recordándome que siguen aquí, que no desaparecerán.
Mis fantasmas.



"No me sale eso de vivir". Anónimo.

23/12/08

Bloqueado

Suspiró, empañando con su aliento el cristal de la ventana y el de sus gafas. Notó los golpes en la pared antes de oír los inconfundibles gemidos de su compañera de piso. Cerró los ojos, intentando abstraerse, rememorando la imagen del parque. Al menos, de la esquina que alcanzaba a ver desde su habitación.
El canto de varias aves emitido por las cerradas copas de los árboles, cercados por lanzas verdes y oxidadas, una figura sentada a la sombra del anciano sauce, encorvada, acariciando un gato y murmurándole ininteligibles. Vacío, ocupado apenas por el sonido de motores y el humo de tubos de escape.
No le inspiraba nada nuevo. Alienación, naturaleza encerrada, un loco en el rincón más escondido de algún reducto de verdor hablando solo...
Ya estaba harto. Acostumbrado. Se separó de la ventana, y clavó la vista en el papel que yacía sobre el escritorio, bajo un bolígrafo con la capucha puesta en señal de luto.
Miró de reojo la ventana del Word abierta en la arcaica pantalla (de siete años, siglos hablando de informática) del ordenador, con esa barrita parpadeando a principio de página, esperándole.
Pulsó off, y volvió la mirada de nuevo al folio en blanco, su némesis, antaño amante consuelo.
- Háblame - ordenó. No hubo respuesta.
Ante la impasibilidad de su interlocutor, notó la bilis de la rabia subirle por la garganta de indignación.
Empuñó el cilindro de tinta con un brillo febril en las pupilas y una mueca de crueldad en el rostro.
Pero no fue capaz de desenvainar.
Se apoyó en la mesa, abatido tras desintegrarse toda su furia, dejándole un sabor a vómito en el paladar. Le temblaban las manos, así que cerró los puños, intentando que el estremecimiento desapareciera...
El crescendo de los gemidos, ahora casi gritos, y de los golpes del cabecero de la cama al otro lado de la pared le hizo volver a la realidad.
Ni siquiera el dolor le servía ya.
Cuando se mudaron juntos, eran íntimos amigos, aunque él siempre había sentido algo más.
Ella era salvaje, impredecible y bohemia, un espíritu rebelde en toda regla. Atractiva en el sentido más liberal de la expresión; su presencia nunca pasaba inadvertida, era como si todos tuviesen que reparar en que una persona especial se encontrase entre ellos.
Sólo él, su confidente y, en los momentos más fugaces, su consuelo, conocía las cicatrices que rasgaban su alma, que la impulsaban a buscar calor humano casi con desesperación, y poco de una sola persona. Otros cuchicheaban, se les notaba en la mirada que habían oído los rumores y sus ávidas sonrisas al observarla destilaban el veneno de esas habladurías. Ella había aprendido a cegarse.
No la entendían como él.
Al principio hubo dolor, y rechazo. Paulatinamente, la indiferencia se fue adueñando de su ánimo, y ya sólo restaban sobras del intenso sentimiento que albergase alguna vez.
El papel se abrió camino de nuevo hasta su consciencia, y todo recuerdo quedó relegado a segundo plano. Seguía sin reaccionar.
En sus facciones se reflejó la profunda herida reabierta prematuramente.
- Háblame - pidió con voz entrecortada la segunda vez.
Aún silencioso, su blanco oyente parecía reírse de él, casi como si le mirase por encima del hombro con el mismo aire de superioridad que tantos años antes. Frustrado, él se llevó las manos a la cabeza, revolviéndose el flequillo y cerrando los ojos con fuerza.
Resopló, y su aliento hizo moverse la hoja en un gesto suave y relajado.
La observó intensamente, la mirada entornada, y, cuando descapuchaba el bolígrafo, una sonrisa triunfal en el rostro, un último golpe y un chillido rompieron su concentración. Silencio, en la habitación contigua y en su mente. Sus manos se crisparon.
- ¡¡MIERDA!!
Una mancha de tinta azul en la pared, y dos pedazos de plástico sobre la mesa.
Qué irónico reflejo de sí mismo.



"Soledades, amores, desengaños y sinsentidos. Vida, señores".
Anónimo.

20/12/08

Y de nuevo LUCHA

En definitiva, todo se reduce a "cómprame esto".

No intentéis negarlo; podéis poneros socialistas, comunistas, o anarquistas, TODOS, al final, pro o anti bolonia, queréis un regalo.

De papá, mamá, o los reyes magos, ¡no importa! La magia se basa en pedir algo aun a sabiendas de que no hay dinero, y que no existen tres señores orientales con barba (ni uno occidental vestido de rojo).

¿Qué coño hacéis?

¿Encierros "a la japonesa"?¿Huelgas "pro-conocimiento"?

Gritad, todo cuanto gustéis
porque, al hombre rojo y libre
¡jamás embaucaréis!

(Y, realmente, ¿qué es eso de "universidad por el conocimiento"?¡Todos buscaban trabajo cuando entraron ahí!)

Sí, "el nivel cultural descenderá", "todo será más caro"...

Se supone que estudiáis para, el día de mañana, tener un trabajo con el que pagar la hipoteca de la casa, y del coche, la cuestión es quejarse por una hipoteca que sale nueva, pero que debería ser aún más cara que las anteriores, porque si tanto defendéis un IDEAL, algo ABSTRACTO (tenedlo siempre en cuenta), y lucháis contra el materialismo (igual a capitalismo en vuestras oxidadas y apagadas mentes absorbidas por nombres empresariales y números estadísticos), no hacéis más que, en el fondo, comportaros como ELLOS (oh, ese determinante indeterminado o numérico del que tanto se oye hablar hoy en día) quieren o esperan que os comportéis.

"Gritad. Luchad. Morid".

(¿Por qué?)

¿Por qué, si el conocimiento es tan importante, lo sacrificáis en su nombre?
¿Por qué, si las futuras generaciones os importan tanto, habláis en su nombre?
¿Por qué presuponeis tanto?
¿Por qué luchais?
¿Por qué gritais?
¿Por qué vivís...?

Vosotros mismos. Hoy. Ayer. Mañana.

Eternidad... putos ególatras.

Que os jodan a todos.

Al menos YO admito que prefiero ser un número completo (más) antes que un nombre a medias digitalizado en la historia.

Y que os follen, malditos idealistas.

(Vivan el apoliticismo y las antideologías.)


"Siento esta noche heridas de muerte las palabras". Rafael Alberti

10/12/08

Cuatro rosas

Una mirada furtiva entre un
resquicio de los maderos de una valla
tras la que un huerto esconde crisantemos

alcanza a ver tres rosas: blanca, roja
y azul. Un sauce que llora a las orillas de un pantano,
y un cisne que, majestuoso, alza el vuelo.

La escasa luz que, filtrada por nubes de tormenta,
baña esa pregunta lúgubre, insinuada apenas
en su sensual garganta... y otra rosa que se aleja.

Brilla por sí misma, tibia en sus pétalos
bañados en sangre... sus espinos rodean
la retina de una mirada negra.
Y el silencio, que oscurece lentamente la tarde...



"A heart of gold but it lost it's pride
Beautiful veins and bloodshot eyes
I've seen your face in another light
Why'd you have to go and let it die?
". Dave Grohl

9/12/08

A la inspiración

Tantas cosas que leer… aún tanto que escribir…
Soy sólo otro amante de la inspiración, esa belleza casquivana de gestos huidizos y ademanes dramáticos. Qué fanática persecución infructuosa nos haces acometer a tus dolidos siervos; sí, dolidos, pues nos dueles más que un desamor, y, cuando hay desamor, más.
Y qué dulce a la vez es amarte, adivinar tus formas y plasmarlas…
No sé de dónde viene, ¿quién lo sabe? El que presuma de tal conocimiento arderá en la ignominia, vil esclavista ignorante, que pretende entender el concepto abstracto más inalcanzable de todos.
¡Ah! El placer y dolor de saberte compartida… cómo agradezco y lamento que tantos te probasen y prueben.
Un efímero aleteo que introduce por un resquicio de la ventana tu llegada. Un color de vida o muerte, un sentimiento posesivo…
Al fin, mostrada, te utilizo cruelmente, y me abandonas. Exprimo cada gota de lluvia, pues como lluvia vienes y vas, huelgan formalismos, hay confianza… Qué desagradable sensación de plenitud cuando me deja, incapaz mi mente de soportar el plácido tormento de sentirme violador. Cautivadora, como sólo tú puedes, me vuelves débil para hacerme fuerte.
Abrázame, cuanto quieras, no me dejes marchar… ¡no!¡Aún no!
Maldita… ¿ya con otro?



"Eso de la inspiración debe ser como una mariposita ciega y sorda, pero muy luminosa". Camilo José Cela

3/12/08

El chico medio tirado

Veríais a un chico medio tirado en un sofá bajo, con las piernas cruzadas, contando motas de polvo en el aire y suspirando de vez en cuando.
Quizá un joven, de apenas veinte años en apariencia, ya con alguna arruga en el entrecejo de pensar a veces con demasiada intensidad.
Las gafas se le han resbalado un poco hacia abajo, pero no se molesta en volver a ponerlas en su sitio. De todas formas, es de noche, y contar motas de polvo tampoco es un ejercicio muy sacrificado para la vista a esas horas, más bien es... cuestión de echarle imaginación.
¿La conocéis?
Es esa otra, a la que veríais tumbada contando estrellas en el techo. Sí, esa misma, la que da golpecitos con el pie en un madero invisible, y tararea varias canciones a la vez, cosa no tan difícil si lo intentáis.
Parece joven, pero siempre lo ha parecido, es una de tantas características odiosas que tiene. Sus ojos... bah, ¿para qué intentar explicar el color de sus ojos? Su mirada es lo que realmente os apabullaría. Nunca sabréis si os está mirando fijamente o sigue el recorrido de alguna nube con forma de quimera o el vuelo de un dragón en la blancura que recubre la habitación.
Pero, si os mirase fijamente, creedme: lo sabríais.
¿Que cómo lo sabríais?
Pues... lo sabríais, simplemente. ¿Qué más da?
Ahora quiero hablaros de la pequeña hada que juguetea con los cordones del chico del entrecejo fruncido.
Sí, exacto, la que veríais semidesnuda con un halo parecido a un arco iris a su alrededor. Claro que quizá no la reconoceríais como un hada inmediatamente, porque no tiene esas absurdas alas de mariposa que todos parecen creer que tienen las hadas.
La única prenda que la cubre recuerda a algún camisón negro con volantes de lencería fina. Casi transparente, casi de seda, casi gótico, ¿sabéis?
Muy erótico, sí, pero mide menos de treinta centímetros y está jugando con el pie del joven medio tirado, ¿qué demonios estáis pensando?
¿Qué me decís de ese individuo con aspecto lúgubre que veríais sentado al borde del escritorio?
Es de constitución menuda, pelo largo y negro, y ojos grises y brillantes que se clavan con intensidad intimidatoria en el tipo de las piernas cruzadas.
Desde luego, no os gustaría tenerlo clavándoos esas penetrantes pupilas, profundas como nubes de tormenta y aún más turbulentas que la de un huracán, aunque... con una incoherente calma.
Inclinado hacia adelante en actitud predadora, felina, como si estuviese a punto de saltar, mueve los dedos en un tic extraño. Parece que tocase el piano a velocidad frenética.
Piano... como ese que veríais mirando por la ventana con melodía abatida y tonadas graves que encogen el corazón en su tristeza.
Suspira las y dos y res bemoles, y algún que otro fa sostenido. De vez en cuando, murmura lamentos.
Melancólico, el piano ese que se asoma a la ventana empapada.
Os sorprenderíais de la soledad que se advierte en la mueca de sus teclas, pintadas cada una con una fecha y un recuerdo.
En la esquina, dándole la espalda a todos, veríais una guitarra que no quiere que la vean llorar acordes.
Se le ha roto el si, así que está particularmente antipática (o con personalidad). Mejor dejarla que se desahogue.
Podríais ver el tatuaje que tiene hecho en la espalda, a rotulador, tan perenne como si estuviese grabado a fuego.
Otra fecha, con un nombre.
También veríais el tiempo imitando el sonido de una gota, sólo para molestar cada segundo, incapaz de detenerse. Las sombras haciéndose las interesantes, escondiéndose en cada recoveco de la brillante luz amarillenta de una bombilla. Las letras hojeando las páginas de un libro que se estremece de gusto con cada nuevo resoplido del viento que se cuela por un resquicio de la ventana, que está atascada porque se ha puesto en huelga y se niega a cerrarse. Los abrigos cuchicheando, pegados a la pared, para que nadie los oiga. La ropa limpia guardando cola para entrar en el armario, donde han puesto la entrada demasiado cara y sólo entran gratis las camisetas, esas casquivanas a las que le vale cualquiera, para que den ambiente.
Pero claro... sólo veríais todo eso si estuvieseis en mi mente ahora mismo.

2/12/08

Ni ver, ni oír

Entró tambaleándose en el baño. Apenas veía, deslumbrado por el flexo, cuyo zumbido le taladraba las sienes con precisión asesina. Había perdido las gafas, y todo eran sombras de colores. Se sentía tener dieciséis años de nuevo, probando la marihuana en su primer "viaje astral". Se apoyó en la pared, y la notó pegajosa, pero no le importó. A estas alturas de la noche, nada le importaba ya.
Un par de personas se movían tras él, otros dos tipos hablando en un idioma que no entendía.
Hacían movimientos bruscos, y su tono de voz era elevado, por lo que dedujo que discutían.
Los azulejos se agrietaban frente a él, su mano parecía hundirse en la suciedad y el moho de la esquina, el olor a meado le aturdía. ¡Qué placer para los sentidos!
Se lavó las manos sin cerrarse la bragueta aún. No quería pellizcarse con la cremallera. El maldito zumbido...
Un golpe sordo a su espalda le hizo volverse. Nadie, y un portazo. De nuevo se giró. La puerta oscilaba, entreabierta. Sombras grises e informes más allá. Se encogió de hombros, y continuó con las manos bajo el grifo.
Un chillido. Pasos apresurados, gritos. Alguien lo golpeó contra el espejo, y sintió la frente húmeda. ¡Sangre! Pegó un codazo a ciegas, al aire, y recibió un puñetazo que lo lanzó al suelo.
"¡Asesino!"
¿Asesino?
Arrastrándose, se alejó del que le había pegado.
"¡Pervertido!¡Asesino!"
Una patada en el costado. Dolor. Golpe en la cabeza.
Algo blando delante. ¿Un jersey? El suelo estaba mojado, con algo rojo. Se miró los dedos. ¿Sangre? De nuevo golpe en la cabeza. Oscuridad...
Maldito zumbido.





"Y siempre siempre acuérdate
de lo que un día yo escribí
pensando en ti como ahora pienso"

(Escribo a ciegas).

26/11/08

Volvámonos típicos

¿Me contarías la verdad si te hiciese una pregunta sobre tus sentimientos?¿Me la contarías si te pidiese qué ves en los dibujos del humo que expulsas mientras das bocanadas con sabor a alquitrán?
¿O me contarías una historia?¿Un relato desgarrador sobre un alma atormentada?
Cuando podías hablar libremente conmigo, atribulada pero indiferente, emocionada aunque imposible, resultabas mucho más interesante.


Y, aún así... aunque considero que las conversaciones reflexivas son algo primordial para una comunicación interesante, paradójicamente, siempre parecen sobrar contigo. Como si malgastase ya no sólo la saliva, sino las palabras en general. ¿Es malo creer que un boli y un papel pueden llegar a ser más importantes que lo demás... y traicionarlo todo por un te quiero efímero, robado a traición, amparado por el cielo nocturno?


Quizá sea simplemente que de verdad te quiero demasiado.

Porque una mirada tuya es casi tan placentera como el trance que se apodera de mí al inspirarme. Porque me entiendes. Porque, al fin y al cabo... sigo malgastando palabras.

Te quiero, escritura.

Duplicidad

Alzó la vista, inhalando ese aire grisáceo y resplandeciente. Se vio a sí mismo, reflejado a la inversa, decenas de metros más arriba. Haces de luces de colores le rodeaban, pero él había elegido detenerse bajo el cristal más frío de la vidriera.
A su alrededor, la gente iba pasando casi sin detenerse, echando fotos y dedicando apenas un vistazo a los coloridos ventanales y las descoloridas esculturas.
Una imagen vale más que mil palabras, y parecía que, en las iglesias, se le daba sentido a esa frase. Sonrió con sorna. Ni siquiera los curas se fiaban tanto como hacían creer de sus supuestas sagradas escrituras.
Dirigió su mirada al recargado altar y a la cruz de madera, examinando con un vivo interés pintado en el rostro el icono más idolatrado de todos los tiempos, tan simple, tan... falso.
Las cruces romanas tenían forma de equis, y los clavos deberían estar en las muñecas. Jesucristo debería tener rasgos menos occidentales, y los espinos que le coronaban deberían ser mucho más largos.
Debería, debería... debería salir de allí cuanto antes, antes de gritar de frustración por tanto arte y talento desperdiciados en una creencia absurda.
¡Ah!, los mitos... claro, la mitología siempre había sido más interesante de retratar que la realidad. Se le olvidaba. Claro que los verdaderos genios preferían usar la imaginación.
Enfiló una galería de finas columnas que se cruzaban en el techo, estudiando con detenimiento los pilares maestros del edificio.
Los delgados pilares eran un reflejo eufemístico de los que sostenían, a duras penas, una fe cada vez más y más desesperada.
"Creer en algo ciegamente sin tener muestras de que sea real, o exista siquiera". "Créenos, aunque sea imposible". "Créenos contra toda lógica".
"Te estamos mintiendo".
Se detuvo bajo el arco de medio punto de la salida, y dedicó una última ojeada al interior. Las etéreas luces que brillaban con reverberaciones irisadas daban paso a una iluminación difuminada gris pálida que acababa hundiéndose en oscuras y frías sombras. Volvió a sonreír.
Qué ironía. Incluso en sus edificios advertían de la duplicidad de sus intenciones.

18/11/08

Mirada sociológica (sobre la superficialidad)

Hay un viejo, sentado frente a mí, que hace lo mismo que yo.
Observa a la gente.
Su actitud es, en apariencia, apática e indiferente. Despreocupada. Pero sus ojos van saltando de arriba abajo sobre los cuerpos de los transeúntes que pasan delante de su banco, con un frío brillo calculador tras los cristales de unas gafas de montura negra.
Sé que está fijándose en detalles que podrían pasar desapercibidos si no se mira con esa minuciosidad objetiva tan propia de, por ejemplo, Sherlock Holmes.
Una mancha de tinta en una manga, un pequeño descosido en el hombro de una chaqueta, unos gastados zapatos, un color de uñas anormal, una forma de andar desgarbada, una mirada perdida, otra encontrada, un tic en el codo, un escalofrío...
Parece ir archivando y clasificándolo todo en su memoria, y siempre, tras recorrer con la mirada todo posible dato revelador, da un cabeceo de asentimiento, como confirmando algo que sólo él parece percibir.
Esa actitud, de método científico, me hace fijarme aún más en él. Sus deportivas, gastada por el uso y sin ningún logo visible. Sus gruesos calcetines grises. Sus manos, delicadas y demasiado jóvenes. Su rostro, marcado por arrugas de preocupación en los ojos y de felicidad en la comisura de los labios. Su pelo, alborotado pero limpio. Sus vaqueros con múltiples descosidos. Su jersey, rojo sangre, recién estrenado. Su profunda e insondable mirada azul.
Supongo que anda mucho, y que prefiere la comodidad ante el estilo. Que no ha hecho muchos trabajos que requieriesen el uso de las manos. Que ha vivido muchas experiencias, buenas y malas. Que hace tiempo tuvo el pelo largo, ya que sabe cuidárselo. Que prefiere los vaqueros a la moda, anchos y con heridas abiertas para que el aire llegue a sus piernas. Que tiene algún trabajo estable que le permite renovar su vestuario en invierno. Que ha perdido más cosas de las que ha ganado...
Doy un cabeceo de asentimiento, archivando y clasificándolo todo en mi memoria, y aparto la vista, buscando otra persona que analizar.

17/11/08

Despertar II

Un techo de madera a dos aguas era todo lo que acertaba a ver cuando despertó. El resto de la sala, abandonada tiempo atrás, estaba cubierta de sombras seculares y polvo ancestral, poblada únicamente por el olvido... y él.
Se incorporó en su ataúd, y miró a su alrededor con lentitud macabra. En su mente resplandeció por un instante una palabra... no... un nombre. Era su nombre. Pero, antes de que acertase a decirlo en voz alta, una garra de oscuridad apagó su aún adormecida conciencia.
- Ahora eres mío - declaró una figura innominada desde su lóbrego inconsciente - Despierta... ven a mí...
Su apergaminada piel se resquebrajó sobre sus marchitos músculos al arrastrarse fuera del que se suponía iba a ser su lecho eterno, y sus huesos crujieron al darse contra el suelo, levantando una nube de polvo alrededor de su grisácea silueta, mimetizada con el incierto ambiente.
Sus tendones daban latigazos al ser reutilizados tras siglos de inmovilidad, y su único ojo, sin color y con una ínfima pupila girando enloquecida, descubría de nuevo el mundo.
"Ven a mí..."
Se puso de pie. Sus calzas de deslizaron sobre sus consumidas piernas, posándose con suavidad en la madera, y andó con renqueante paso hacia la oxidada puerta de la cripta.
Sus células se regeneraban a frenética velocidad, reformando sus órganos y tejidos. Los más necesarios para empezar.
Al posar sus manos en el metal, vio latir las venas en el dorso. Empujó, y, con un horrible chirrido que se le antojó el graznido de una fatídica ave, destrozó en mil pedazos la quietud de la noche.
La pálida luz lunar bañaba el cementerio. La tierra se estremecía, y las lápidas chasqueaban con sonoridad, rotas como antiguos sellos por miembros esqueléticos sobre los que la piel se agarraba y reproducía cual telaraña de algún laborioso arácnido.
Inhaló una bocanada de aire, por primera vez en tanto tiempo que había olvidado cuándo lo hizo por última, y sintió un frío invernal atenazar sus pulmones.
"Ven a mí..."
Se encaminó hacia la figura innominada que lo llamaba desde su subconsciente.
Le seguían otros cuerpos demacrados, pero no les prestó mayor atención que la que le otorgaría a un insecto.
Una raída camisa aleteaba sobre su pecho, sacudida por un viento que él aún era incapaz de sentir.
Pronto, otra sensación ya olvidada acudió a él. Una necesidad primaria, reavivada por su milagrosa regeneración.
En su deambular siguiendo una orden invisible, vio luces. Siluetas de casas, y gimió con desesperación.
No tendría fuerzas para llegar a su destino si no se alimentaba.

12/11/08

Inocencia

Una mirada de reojo, dirigida desde la planta baja, ha provocado en mí una sonrisa sin darme cuenta. No sabía que aún había gente capaz de sonrojarse de un modo tan encantador cuando les descubren observando a otra persona.
Esa inocencia, que yo ya daba por olvidada en los albores del descaro y la desvergüenza contemporáneas, me hizo sonreír y, a la vez, plantearme muchas cosas.
Recapitulando, yo mismo he perdido esa pureza, parece que mi fisiología es incapaz de hacer fluir la sangre a mis mejillas cuando una mujer (perdí hace tiempo el gusto por las "chicas") me sorprende contemplándola. Y, ¿cuánta gente es ya capaz siquiera de recordar lo perturbador que nos resultaba que algún adulto nos "pillase" en una falta, a veces imaginada por nosotros mismos?
La "decencia" de sonrojarse aún no es del todo desconocida, al parecer. Tampoco pretendo sugerir que sea indecente no hacerlo.
Y es que me llamó tanto la atención que yo mismo me convertí en observador silencioso, esperando casi un vistazo fugaz en el resquicio de sus ojos para ser yo el que apartase la vista, azorado y con el rostro rojo.
Qué curioso es que encuentre placer en una actividad, en principio, tan absurda, ¿no?
Para cuando ese efímero contacto visual tuvo lugar, se me olvidó sonrojarme, y sólo provoqué que ella apartase la vista, de nuevo con un tierno gesto que para otros podría resultar infantil, pero que para mí resultó cautivador.
No volví a verla, sin embargo, y no pude decírselo.
Ah, la inocencia... dulce dama de nuestra infancia... ¿cómo te recuperaremos?

7/11/08

Despertar

La luz dorada del atardecer bañaba el lago, seguramente, y hacía brillar los picos nevados de las montañas cercanas.
Daba un aspecto etéreo a las copas de los árboles, y un ambiente de cuento de hadas al prado de hierba alta, sazonado con retazos de flores en esquinas insospechadas.
Probablemente, hacía que la diminuta cabaña adquiriese cierto aire melancólico y rústico.
Cuando abrí los ojos, era muy distinto.
La oscuridad tiñó de negro la pulida y cristalina superficie del agua, convirtió el bosque en un lugar aterrador, y otorgó a la hermosa pradera una paz ilusoria, la típica calma en las películas de terror que precede al susto…
La noche transformó mi “morada” en una imagen lóbrega y tenebrosa.
Y mi aliento contribuyó a erizarle el vello a todo ser que estuviese cerca.
No tardé en oír los latidos de las diminutas criaturas del bosque, ni en sentir ese vacío en mi mente… no, vacío no… ese muro
En mi corazón.
Jadeé, consciente de que debido a su decisión de impedir mi entrada en su alma, ella no había oído mis pensamientos, que fluían libres por el mundo, por la mente de toda nuestra raza, durante mi sueño…
También sentí sed.
Y mi instinto superó momentáneamente al dolor, casi físico, que atenazaba mi espíritu.
Descendí del techo. Abrí la puerta con lentitud… contemplé el ahora lúgubre y frío paisaje, que podría resultar romántico de no ser por ese silbido, apenas perceptible, del viento. Mi ahogada respiración, que escapaba poco a poco de mis pulmones y acariciaba con gélido abrazo mi nuevo hogar.
No me detuve a contemplar sus encantos, ni exploré sus rincones.
Como ya he dicho, tenía sed.
Así que salí de caza.

6/11/08

Afortunadamente

Afortunadamente, la rutina existe.
¿Qué, si no, iba a proporcionarnos la seguridad de saber exactamente dónde estaremos mañana?
Recuerdo haberla visto siempre como una prisión, ideada por mentes retorcidas para convertirme en reo de mi propia existencia.
¡Falso!
¿Qué clase de prisión permitiría al recluido caminar por las calles y respirar aire fresco, como cualquier otro?
También encuentro en mi memoria, dispersos, fragmentos de una idea o teoría relacionada con el hastío, sempiterna muerte de todo ego que se precie.
¡Falso!
¿Qué celda? Oh, dime, ¿qué celda encuentras, en cualquier lugar, que dé más control y fuerza a una personalidad reflexiva?
Además, pensaba de la monotonía que era una vil traición, colocada ante nuestros ojos sólo para aquellos avariciosos con afán de controlar el tiempo, y el cambio.
¡Falso!
¿Qué barrotes no impedirían al prisionero la ilusión siquiera de control sobre su vida?
¡Falso!¡Todo es falso!
Maldita sea, sé dónde estaré mañana a esta misma hora, y eso me hace suspirar con alivio, pues aquellos que eligen qué hacer sobre la marcha no pueden decir lo mismo; sé que no soy prisionero, a pesar de que el mismísimo Pitágoras viese el cuerpo como cadenas que atan el alma al mundo, ya que camino por donde quiero para volver al trabajo, no como aquellos, tan cegados por paredes de su propia improvisación, que a veces ni caminan, ni respiran; sé que la calma y certidumbre de un horario no me aburren, que dan fuerzas y estructura a mi mente, y la educan, no como esos pobres diablos que a veces se cansan hasta de sí mismos; sé qué hora es, y qué tengo que hacer a la hora siguiente, no me es necesario complicarme preocupado por la incertidumbre, la de los que ni siquiera miran el reloj.
Oh, sé muy bien todo eso. Lo he aprehendido a través de la costumbre.
Y sólo me preocupo de comprobar la hora para no llegar tarde...
Oh, sí... afortunadamente... la rutina existe.

5/11/08

No sé qué hago aquí

Le sonrió, con esa frase irónica escondida en la comisura de los labios, y esa burla implícita en la mirada.
Entrecerró los ojos y suspiró, resignado, a la vez que sus hombros se hundían levemente. Alargó la mano y la acercó cogiéndola de la muñeca. Ella no se resistió, aún mirándole con el mismo gesto pícaro del que se divierte dejando entrever un secreto que no va a revelar por el puro placer de jugar con otra persona.
La atrajo más hacia sí, abrazando su cintura, y sintió sus manos en su nuca, invitándole a continuar.
Esa media sonrisa sarcástica...
No supo, ni quiso saber tiempo después, si ella realmente conocía ese secreto con el que le había manipulado. A la mañana siguiente, la caricia de una brisa matinal era su única compañía.
No la conocía de nada cuando la encontró la noche anterior, sola, en la barra de un bar innominado.
Seguía sin conocerla ni siquiera un ápice más aún después de pasar tres horas charlando, y seguía sin saber nada de ella al despertar y descubrir que había abandonado el apartamento.
No supo, ni quiso saber tiempo después, quién era. A la mañana siguiente, las caras conocidas de siempre en el trabajo le ignoraron como de costumbre.
Al atardecer, camino de su casa, la vio de nuevo en un parque que solía cruzar yendo a la estación, pero no dio signos de haberla reconocido, ya que ella estaba ensimismada, leyendo un libro cuyo título fue incapaz de ver, sentada en un banco con un cartel de "recién pintado"; él seguía encontrándolo oxidado y sucio, pero no hizo ningún comentario.
Sintió unos ojos clavados en su nuca, y, al girarse, la vio caminando en la dirección contraria, con el libro cerrado en una mano y el cartel de "recién pintado" en la otra.
No supo, ni quiso saber tiempo después, si le había estado esperando allí sentada. No recordaba si habían hablado de su trabajo, o de si cruzaba por aquel parque a menudo. Tampoco recordaba si ella había mencionado ir allí.
En realidad, no recordaba mucho de aquella noche que pasó con ella. No fue una noche tan memorable...
No, desde luego que no. Incluso las había tenido mejores.
Probablemente.