25/10/15

A dos mundos de distancia

Somos un mundo en nosotros mismos. Las biosferas de nuestra consciencia mantienen un precario, semioculto pero cierto equilibrio con las subjetivas características metafísicas de nuestra personalidad, y las circunstanciales de nuestro entorno, y todo lo que es “yo” está regido por las firmes y aún casi desconocidas leyes físicas del sentimiento.
Conocerla apenas supuso un pequeño lapso de mi tiempo. Nos presentaron en la cafetería Cervantes, de la Rua Mayor de Salamanca, en una suerte de tertulia literaria de profundidad más bien escasa, y conocimientos aún más parcos. Fue un amigo común, como suele suceder, quien nos incitó al rito ancestral de estrecharse la mano y dar un beso cortés a unos centímetros de la mejilla del otro. Algún segundón en mi camino que conocí lo que me pareció un largo tiempo (probablemente por la relatividad) pero cuyo nombre soy incapaz de recordar ahora mismo, y que se dedicaba a la enseñanza forzosa gratuita, que no es más que otra forma de decir que era un insufrible sabelotodo, y, ocasionalmente, al exhibicionismo social.
Siempre tomábamos café con hielo o coñac al empezar la tarde, ocupando inicialmente un breve rincón para acabar apropiándonos del sonido ambiente y aire respirable de medio local, al ir llegando en sucesión casi matemática el resto de contertulios.
Las paredes tenían papel pintado con extractos de El Quijote, Rincón y Cortadillo, o alguna escena teatral de obras que hace tiempo que no releo; de los techos, que eran dos y separados por un saliente de casi dos metros, colgaban unas estrafalarias lámparas de araña de imitación que pretendían ser de época, vulgares como la vida misma, y en las columnas románicas que dividían las salas había faroles de hierro justo a la altura de la coronilla de una persona de estatura media.
En realidad, el café era normalito, y la carta de tés más bien pobre, pero había una enorme estantería llena de libros que olían bien, y la rinconera era la más cómoda de cuantas me he encontrado en locales públicos en los últimos años.
Como dije, conocerla apenas supuso un instante. Hola, encantado, y a los tres segundos me costaba recordar su nombre.
Cambié el café por dulce ron, porque anochecía fuera, y noté que, en los cuartos de hora que me había abstraído de la conversación para darle vueltas a una historia que se me escapaba entre las ideas, el nivel intelectual de la mesa parecía haberse elevado exponencialmente.
No me sorprendió tanto como esperaba que ella fuese la causa. A pesar de mi innominado amigo, monopolizaba atención y conversación, explicando entre encantadores trastabilleos la poesía implícita en la música de algunos cantautores desconocidos.
No sé cuántas horas pasamos intercambiando lecturas subjetivas porque todos iniciaron otra conversación aparte, y, aunque se nos echó encima el cierre del local poco después de medianoche, el principio, como todos los buenos principios, me cautivó tanto que perdí el sentido del tiempo.
Después, seguimos gesticulando ansiosamente entre las frases, caminando por el casco antiguo hasta la catedral, y el museo, descubriendo el jardín de Calisto y Melibea cerrado, y más tarde bajando hasta el puente, por la parte adoquinada (no la asfaltada, por riesgo de romper la cadencia del momento).
Ni siquiera me di cuenta de cuándo dejamos de hablar de las bellas artes para pasar a temas filosóficos, y después a actualidades, y más tarde a cosas mundanas. Fue como uno de esos hilos argumentales que se van tejiendo solos y expandiéndose hasta formar todo un telar en el que puedes vislumbrar una forma, un dibujo incluso, que te da una idea del personaje con el que estás tratando sin explicártelo directamente.
Se nos hizo de día, con prisas, de sorpresa, y nos encontré abrazados tan prietamente que mis labios buscaron los suyos sin querer, porque no quería de verdad que se callase.
Yo aún no deseaba que se me llevasen mis responsabilidades, pero me despedí efusivamente mientras daba vueltas a cada recodo de nuestras palabras, buscándoles una vuelta más, sonriendo a menudo por fragmentos especialmente lúcidos y evocadores.
Más tarde descubrí la proximidad que en realidad compartíamos, y, revisando mi memoria, me di cuenta de que no todo fue tan rápido como me lo pareció. Tardé más de la cuenta en notar su presencia a la mesa, obcecado en mí mismo y en otras voces menos bellas pero más ruidosas, o misteriosas, o exóticas. Perdí mucho tiempo en no verla. En no buscarla. En no pensarla. Todo lo que invertí en hacer lo contrario, lo perdí también.

Hay dos mundos de distancia entre nosotros, las leyes han dejado de ser suficiente para explicarnos. Y esos dos mundos de distancia parecen tan insalvables a esta corta escala humana como en el sentido literal de la expresión. 

20/10/15

Pequeño

- Las sillas son muy altas.
Y las paredes, y los armarios, y las estanterías...
El techo apenas se ve, todo en misteriosa penumbra, allí arriba.
Los rincones juegan a esconderse en la lejanía, con sombras amenazadoras agazapadas a su refugio, estirándose hacia mí cuando creen que no miro.
Ni siquiera alcanzo el pomo de la puerta.
Se ve un jardín, inmenso, a través del ventanal. Un lago agreste rodeado de flores exóticas ocupa el centro del encuadre, brillante y lleno de vida.
A los márgenes, incontables árboles de distinta forma y tamaño y un sinfín de estatuas, clásicas y perfectas, o modernas e indescifrables.
Y el cielo es limpio y es azul, y es vibrante, enorme, inabarcable...
Yo sólo tengo mi ropa vieja, prestada, y un pequeño colchón sin somier ni almohada, donde cubrirme entre sollozos cuando no llego a abrir la puerta, y las sombras empiezan a salir...

Aprender (a no volar)

El primer paso es tembloroso, pusilánime, e inseguro. La ignorancia y el miedo atenazan el aliento hasta hacer tambalearse la seguridad de uno mismo, emborronar la visión hasta percibir todo de manera distinta y aterradora, y confundir el raciocinio sin apiadarse ni de los principios más arraigados de uno mismo. Tal vez... no, seguro que caerás.
El segundo paso es más firme, y, aunque algo más largo que el primero, sigue sin asentarse del todo. Puede notarse el impulsivo escalofrío, eco de la memoria del primero, que aún hace estremecerse las endebles piernas, ahora algo más fuertes, pero tan ignorantes como antes, del yo. Aún hay riesgo de que caigas, eso siempre.
Los siguientes cobran fuerza. Ya sólo una piedra o un cruce inesperado ralentizan el ritmo, las arenas movedizas acechan, insomnes. La velocidad es gradual e ilusoria, temporal. La seguridad es tímida y enfermiza, tienes que cuidarla mucho. Y, con absoluta certeza, seguirás cayendo.
Pero, después, seguirás andando.