20/1/10

El desafío

No sé qué opinión os merecerá esto... ya me diréis si he alcanzado el objetivo de hacer que parezca erótico.

ESTA SECCIÓN ES SÓLO PARA ADULTOS, MENORES ABSTÉNGANSE DE CONTINUAR




“Fue algo… inesperado, cuanto menos. Para empezar, me escribías A MÍ, y no a un pronombre anónimo, o a un recuerdo. Describías una situación, una promesa privada entre tú y yo…”
Su mano izquierda acariciaba con delicadeza el muslo derecho del cuerpo tendido sobre la cama, mientras la diestra rozaba apenas con las yemas de los dedos la línea de la yugular y el hueco de la clavícula, besando sus pequeños labios la ingle y lamiendo su lengua el interior de una pierna inquieta.
-Ah…
-Ssshh. Quieto.
-No puedo. ¡Me pones nervioso!
-Esa es la cuestión.
-Creía que era el placer.
-También.
Se quedó todo lo quieto que pudo mientras las manos de ella se entretenían en sus costados, repasando cada costilla y provocándole temblores en la columna por las tenues cosquillas, volviendo a sus ingles con la boca, y después a su ombligo con una leve sonrisa asomándole al rostro. Tanta sensibilidad la divertía, y disfrutaba atormentándolo.
-¿Quieres que pare? – susurró su pequeña y aterciopelada voz en algún lugar de su vientre, mientras él aferraba con fuerza el cabezal de hierro de la cama y apretaba los párpados, tratando de mantener los ojos cerrados.
-No… - murmuró, entrecortado por jadeos y suspiros.
-¿Quieres que PARE? – preguntó ella con más urgencia junto a su mandíbula, trepando a leves mordiscos hasta su oreja.
-No – suplicó él, con la voz rota y el cuerpo encogido, alejándose de su piel.
La mano de ella repasó el contorno de las esposas en sus muñecas, que lo mantenían inmóvil, y descendieron lenta, muy lentamente, por sus brazos. Él sentía los muslos de ella sobre los suyos, esos senos perfectos, pequeños, redondos, tersos y puntiagudos sobre su pecho , mientras esas uñas iban descendiendo por sus bíceps, rodeando sus pectorales y recalando en sus costillas, bajando con deliberada reticencia hasta su ombligo, justo junto a…
-¿Qué quieres que haga, entonces? – la notó sonreír por su nuca, tras su lóbulo izquierdo, y sintió que se le ponían todos los vellos de punta mientras los dedos de ella rozaban y se alejaban de él, dibujando estelas en su bajo vientre.
-Por favor… - le salió una súplica. La carcajada seca de ella sonó ronca, pero sintió cómo esos tentadores dedos comenzaban a rodearlo, lo sintió crecer, latir, supo que ella también lo había sentido cuando lo apretó por un instante.
-Dilo – las manos de ellas subían y bajaban muy… demasiado lentamente, ordenándole que rogase en voz alta – Suplícame.
Gimió. Se estremeció. Volvió a gemir cuando se detuvo, y fueron sus labios los que empezaron a juguetear con su cuello, evitando sus ansiosos besos, y buscándolos con divertida picardía.
Fue más consciente que nunca de su desnudez, de su vulnerabilidad, de lo mucho que la deseaba. Del segundo latido de su cuerpo. De la necesidad, casi dolorosa, que le entrecortaba el aliento.
-¿Qué quieres? – sus manos volvieron a moverse. Su lengua volvió a rozarle. Su susurro le erizó la nuca.
-Tus labios.
La notó sonreír. Notó sus manos apretarlo, y soltarlo luego, acariciando su cintura. La boca de ella descendía por su clavícula. Le lamió el cuello y mordisqueó suavemente sus pezones hasta hacerlo temblar; sus dedos encrespaban el mullido vello de sus muslos, enmarcando los músculos de sus piernas para estremecerle los tendones e impedirle reaccionar. Jadeó al notar su respiración bajando por los abdominales, su lengua entreteniéndose a cada centímetro, sus labios, que le habían humedecido una línea de piel desde el cuello.
Arqueó la espalda, y ella rió. Notó su cuello, buscando su boca, y sintió el calor de sus labios rodeándolo, envolviéndolo, casi absorbiéndolo, y sus uñas clavársele en los muslos, y sus pechos temblar levemente sobre sus rodillas.
Ella quería darle placer. Él lo deseaba. Sentía la humedad de su lengua subiendo y bajando, la calidez de su aliento con cada bocanada a medias, la caricia del casi suspiro que exhalaba por la nariz en su ombligo, su saliva y su garganta apretándolo, succionándolo en una cadencia rítmica. Arriba y abajo, con lentitud, alzando de vez en cuando esos ojos castaño-oscuros bajo unas largas pestañas, buscando la satisfacción en su rostro.
Él tenía la boca entreabierta. Se clavaba las uñas en las manos, movía las caderas al ritmo que seguía la cabeza de ella; arqueaba la espalda, notando el cosquilleo de placer treparle por la columna, extenderse por todos sus miembros desde el epicentro en su cintura y hacerle encoger los dedos de las manos y de los pies.
Ella paró un segundo. Lamió brevemente la punta. Él aún tenía la espalda arqueada, haciéndolo rozar con su mejilla y acariciándolo con la lengua de vez en cuando.
-Estás muy callado – sonrió, echando su cálido aliento sobre el repentinamente enfriado y húmedo miembro.
-Por favor… - gimió él, con ojos vidriosos y entornados, la espalda de nuevo recta, mejillas ruborizadas y cuerpo tembloroso.
-Por favor… ¿qué? – besó su pene con una sonrisa en los labios, esos cálidos, húmedos y brillantes labios carmesí, que habían dibujado su marca en él. – Pídemelo otra vez.
-Tus labios…
-Así, no – ella subió. Le besó con violencia, enmarañándole la melena negra y rizada con una mano mientras con la otra aún lo apretaba firmemente, como para asegurarse de que nada se tranquilizase por allí. Como si fuese posible. Lo miró a los ojos, sonriendo, ansiosa; movió su mano de arriba abajo una vez, con fuerza, llevando al límite del dolor el indescriptible placer abrasador que se extendía en oleadas por todo su cuerpo desde sus ingles – Suplícame.
-Te lo suplico…
-¡No! – le besó con más fuerza, aún. De arriba abajo. Le dolió. Gimió. Deseó que no parase, pero ella no continuó. Sonreía, respiraba con fuerza sobre su rostro, la oía tragar saliva. Ella deseaba que él lo pidiese en voz alta. Lo ansiaba casi tanto como él ansiaba sus labios envolviéndolo. Deseaba que fuese consciente de hasta qué punto lo dominaba. Que lo admitiese en voz alta – SUPLÍCAMELO.
Y… oh… él era muy consciente de ello.
-Por favor… te lo suplico… - él le jadeó en los labios. Ella evitó su beso, y él le gimió al oído – …vuelve a chupármela…
De nuevo, la notó sonreír en su cuello. Notó triunfo en el nuevo apretón a su miembro, y en su hombro.
Los labios de ella descendieron directamente a su entrepierna, su manos se aferraron a su cintura. Fue mucho más rápida que antes.
Más urgente, más húmeda, más violenta.
Su lengua alrededor, sus manos en las caderas, sus labios, su respiración, su mirada furtiva y ansiosa, viciosa, su tersa y pálida piel, sus jadeos, sus finos dedos con sus uñas clavadas en a ingle, su saliva, el cosquilleo en la base, los dientes apretados, sus dientes mordisqueando, el latido ajeno dentro de su boca, el calor, la humedad, el roce del fondo de su garganta, arriba y abajo, el cosquilleo ascendiendo de pronto, el picor repentino, el placer…
-Ya…
Ella ni se apartó, a pesar de su aviso.
-Ya… ah… - gimió. Hizo gemir los hierros al apretar el cabezal de la cama con sus manos. Arqueó la espalda, notó cómo golpeaba el fondo de la garganta de ella, pero... ella aferró sus glúteos, frunció sus labios, y bebió casi con la misma avidez con la que él la miraba ahora.
Se sentía confuso, a través de la oleada de placer. Ella, levantando la cabeza, tragó, y se limpió una blanca gota que descendía por su barbilla, observándolo con fijeza, sin apartarse de sus ojos ni un momento. Él medio sonrió, agotado. Agradecido.
Aún casi en blanco. Ella se irguió sobre él, sobre la cama.
-¿Te ha gustado? – ronroneó.
Sólo le salió asentir y gemir. Ella sonrió. Puso sus muslos apretando sus mejillas, y él rió. Ella contrajo las ingles por el cosquilleo que le producían sus carcajadas, y le mostró de nuevo esa sonrisa pícara, esa mirada viciosa. Él la besó, mirándola desde entre sus muslos con fijeza.

Te besé. Tu sonrisa se ensanchó, y me hiciste enmudecer con tus propios labios, murmurando…
-…te toca.

5/1/10

Hipocresía hereditaria

- ¿Cómo está tu madre?

Me lo preguntó con boca pequeña, la vista fija en la ruidosa cucharilla con que removía el cortado. También podía percibir el miedo en sus palabras. Creo que le oí tragar saliva. Di un sorbo, evitando mirarlo.

- Bien.

Respondí con boca pequeña.

No estaba bien. Estaba peor que nunca. Desvariaba, tenía ataques de rabia, había dejado de ser coherente, utilizaba el chantaje emocional todo el tiempo, me sacaba de quicio con sus conclusiones ilógicas y sus gritos, sus acusadoras palabras, como si yo estuviese en su contra y nunca hubiese hecho nada por ella. Se había vuelto venenosa. Cuanto peor se encontraba, más venenosa era. Los días en que estaba bien, sonreía mucho, me besaba, me decía que me quería. Se emocionaba por cosas nimias, y tenía ánimos para ver películas y salir a tomar café con sus amigas.

Los días que se encontraba mal, una amarga bilis me recorría el paladar, y fumaba más que nunca, para tranquilizarme, para estar ocupado. No podía concentrarme en estudiar, y me hundía en el sofá de mi habitación, escuchando música, meditabundo, sin hacer nada más que mirar el vacío e imaginarme otra vida.

Él si había mejorado. Volvía a trabajar, y parecía haber salido un poco de esa profunda depresión, tan preocupante, del principio, de cuando ella lo echó de casa.
De vez en cuando aún lloraba, cuando estaba aturdido o agotado, pero sabía mantener su mente ocupada la mayor parte del tiempo, y le notaba que lograba salir adelante.

Yo empezaba a plantearme irme a vivir con él... ¿a quién pretendo engañar? Lo pensaba la mayor parte del tiempo. Pero no podía dejar a mi hermano pequeño solo con nuestra madre, o empezaría a dirigir sus tóxicos comentarios hacia él, y él no podría soportarlo. Tampoco quería dejarla sola.

El desgaste era brutal, y yo tampoco me encontraba bien. Había tenido un accidente algunas semanas atrás, y aún cojeaba de vez en cuando, aunque el dolor remitía tras un par de pastillas, o algunos cigarrillos.

Ella ni siquiera se daba cuenta de lo que hacía cuando se encontraba mal. ¡Estaba enferma! No me salía ni culparla, aunque lo deseaba. ¿A quién podía culpar?

¿A mí mismo?¿A mi padre?¿A los psicólogos?¿Al tipo que la arrolló en el coche hace tantos años, y por el que empezó a estar enferma...?

Eso era casi tan frustrante como todo lo demás. No tener nadie a quien culpar, tragármelo todo y envenenarme aún más, y sentir la cadera arderme y empezar a cojear de nuevo. También me mareaba, últimamente más a menudo, por el dolor. No me salía ni llorar, ni gritar para desahogarme.

Pero di un sorbo del café y le sonreí a mi padre, que me miraba atentamente.

- Está mejor. Creo que estamos saliendo adelante, como tú. Poco a poco.

- Me alegro - él medio sonrió, triste. Se lo podía notar, como seguro que él me lo notaba a mí.

Quizá había heredado de él fingir tan bien que nada iba mal.