25/4/14

Hombres gordos y mujeres

PRÓLOGO

            - Los abdominales en los tíos canijos son como las tetas de las mujeres gordas. No cuentan, vienen de serie.
            Recuerdo que esa fue la frase que lo empezó todo. Estábamos en una fiesta de empleados del puerto de Hanko, Finlandia, en octubre; y yo no quería ir, pero mi energúmeno compañero de piso, otro madrileño atrapado en la tranquila, civilizada y sobretodo feísima patria más feliz del mundo, insistió, y no sé decir que no más de nueve veces seguidas. Llamadme blando.
            Ni siquiera la dije yo, fue un amigo. Por eso me sorprendió que, mientras el grupito de españoles que conocíamos del puerto soltaba una risilla nerviosa y entornaba los ojos con expresiones de desconcierto por el comprensible dilema moral de reírse ante un chiste tan poco apropiado, una mano firme y pequeña me agarrase del hombro para darme la vuelta y, antes de percatarme de quién era la propietaria de tan determinado y hermoso apéndice, su gemela derecha me cruzase la cara de un bofetón que me hizo ver luces de colores en el fondo de mis párpados cerrados durante unos instantes.
            - ¡Serás cabrón, gordo machista hijodelagranputa! - dijo así, todo seguido, con tono de indignada.
Aún no me había repuesto de mi propia (y, por otra parte, totalmente justificada) indignación cuando la mujercilla bajita y pelirroja dueña de ambas extremidades se dio la vuelta con un latigazo de sus rojizos rizos en mi mejilla y empezó a caminar con el aire ofendido y altanero de los que acaban de vengar una de esas pequeñas crueldades del mundo, como un justiciero enmascarado que evita que una avispa pique a un niño en un parque y luego posa como un héroe de cómic para luego intentar desaparecer entre los arbustos y caerse estrepitosamente sobre una inoportuna papelera de la que no se había percatado e impide su salida triunfal y misteriosa. En fin, que no le vi la cara, y la confusión unida al estupor de que me hubieran dejado con la palabra en la boca unidas en una estruendosa cacofonía en el interior de mi cráneo me hicieron boquear varias veces, pero para cuando pude recomponer mentalmente la escena y constatar que sí, que me habían dado una bofetada, insultado y luego impedido cualquier tipo de respuesta ingeniosa o violenta, la maraña de rizos había desaparecido. Me molestó más el hecho de que no me dejaran explayar verbalmente mi ofensa, más que el bofetón en sí. Era una enorme falta de respeto hacia mis exquisitas capacidades verbales. 
Entonces Gonzalo, creador del inapropiado exabrupto que provocó la desagradable escena, se me acercó por detrás, buscando con una mirada de conejillo asustado por encima de mi hombro a la mala bruja que me había atacado a traición, como si fuese a salir de detrás del señor mayor con peluquín que se tambaleaba alcoholizado alrededor de una jovencita nerviosa como un buitre ante un cadáver, o del larguilucho camarero con pajarita y un muy serio problema de sobreacné adolescente... bueno, pues que se acercó por detrás, acojonado, y lo arregló. 
- Joder, parece que alguien está en esos días del mes.
Bueno, y así la conocí. Admito que incluso deseaba un poco que ella volviera a aparecer para abofetearme por el nuevo comentario tan falto de sensibilidad ideado por aquél esperpento de ser humano que tenía al lado, al menos para tener la posibilidad de sorprenderla con mi más que excelente capacidad de argumentación y retórica. Incluso tenía el discurso de defensa preparado, con las connotaciones no verbales justas y medidas en mi mente, ni más ni menos que lo que se me debería haber permitido hacer en el primer contacto. Pensaba hinchar los pulmones, levantar la barbilla, alzar el brazo en gesto ejecutor, erectar el dedo índice, máxime atributo acusador, en dirección a Gonzalo, y exclamar con mi imponente y poderosa voz de barítono “¡ha sido él!”. Impresionante, ¿verdad?
Pero no pude hacerlo. Más tarde le explicaría todo esto a ella, y me miraría con escepticismo y levantaría la ceja mientras se cruzaba de brazos con ese gesto tan suyo, pero las cosas hay que contarlas ordenadas y bien, o mejor no contarlas.
En fin, os preguntaréis qué coño hacía yo en una fiesta portuaria en Finlandia. Pues veréis, todo empezó...

Ver de verdad

Recuerdo cómo era ver de verdad. No mirar, no juzgar, no intentar desentrañar enigmas, dobles significados ni simbolismos, no recordar relaciones, no obviar lo que tengo delante. Sólo ver.
Una vez vi una chica hermosa. Aún era una niña, no tendría ni quince años, el pelo apenas le llegaba a los hombros, tenía la boca pequeña y la mirada muy fija, de esas que incomodan o enamoran, depende del objetivo. La vi allí, de pie, con los labios apretados y las manos en los bolsillos, el porte arrogante y egoísta de la juventud, esa sensación de inmortalidad omnisciente que es como un aura alrededor de algunos adolescentes que, en el fondo, se atiborran a solas de inseguridades que funcionan como una endeble argamasa para cimentar el orgullo y la confianza que perciben los que sólo miran por encima, los que no ven de verdad. La vi. Y era hermosa.
Vi mil puestas de sol. Eran siempre la misma, cambiante, observada desde distintos ángulos, teñida con distintos matices, enmarcada en unas pupilas que la subyugaban al tremor interno de mi propia trivialidad. Pensaba que se vestía de rojos y amarillos para mí, y siempre iba a verla y le escribía cartas tomando café. La vi consolándome, retándome, burlándose, enamorándome. Me devolvía la mirada de reojo, y se iba sin despedirse siempre, mientras escribía. Se fue mil veces. Hace tiempo que no la veo.
Nunca creo haberme visto a mí mismo. No de verdad. No así. Sin mirarme, sin juzgarme, sin creer que lo sé todo de mí mismo, que soy un libro abierto sólo por y para mí. Me gustaba explicarme, sin darme cuenta de lo poco que sé del tipo que me devuelve las miradas desde el espejo, sin preguntarme si él me está viendo también. Creo que si me hubiese visto, me habría asustado. Es sólo una sensación que tengo, no sé por qué.
No sé si puedo ver. No otra vez, no como antes. No de verdad.