25/4/14

Ver de verdad

Recuerdo cómo era ver de verdad. No mirar, no juzgar, no intentar desentrañar enigmas, dobles significados ni simbolismos, no recordar relaciones, no obviar lo que tengo delante. Sólo ver.
Una vez vi una chica hermosa. Aún era una niña, no tendría ni quince años, el pelo apenas le llegaba a los hombros, tenía la boca pequeña y la mirada muy fija, de esas que incomodan o enamoran, depende del objetivo. La vi allí, de pie, con los labios apretados y las manos en los bolsillos, el porte arrogante y egoísta de la juventud, esa sensación de inmortalidad omnisciente que es como un aura alrededor de algunos adolescentes que, en el fondo, se atiborran a solas de inseguridades que funcionan como una endeble argamasa para cimentar el orgullo y la confianza que perciben los que sólo miran por encima, los que no ven de verdad. La vi. Y era hermosa.
Vi mil puestas de sol. Eran siempre la misma, cambiante, observada desde distintos ángulos, teñida con distintos matices, enmarcada en unas pupilas que la subyugaban al tremor interno de mi propia trivialidad. Pensaba que se vestía de rojos y amarillos para mí, y siempre iba a verla y le escribía cartas tomando café. La vi consolándome, retándome, burlándose, enamorándome. Me devolvía la mirada de reojo, y se iba sin despedirse siempre, mientras escribía. Se fue mil veces. Hace tiempo que no la veo.
Nunca creo haberme visto a mí mismo. No de verdad. No así. Sin mirarme, sin juzgarme, sin creer que lo sé todo de mí mismo, que soy un libro abierto sólo por y para mí. Me gustaba explicarme, sin darme cuenta de lo poco que sé del tipo que me devuelve las miradas desde el espejo, sin preguntarme si él me está viendo también. Creo que si me hubiese visto, me habría asustado. Es sólo una sensación que tengo, no sé por qué.
No sé si puedo ver. No otra vez, no como antes. No de verdad.

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