5/1/10

Hipocresía hereditaria

- ¿Cómo está tu madre?

Me lo preguntó con boca pequeña, la vista fija en la ruidosa cucharilla con que removía el cortado. También podía percibir el miedo en sus palabras. Creo que le oí tragar saliva. Di un sorbo, evitando mirarlo.

- Bien.

Respondí con boca pequeña.

No estaba bien. Estaba peor que nunca. Desvariaba, tenía ataques de rabia, había dejado de ser coherente, utilizaba el chantaje emocional todo el tiempo, me sacaba de quicio con sus conclusiones ilógicas y sus gritos, sus acusadoras palabras, como si yo estuviese en su contra y nunca hubiese hecho nada por ella. Se había vuelto venenosa. Cuanto peor se encontraba, más venenosa era. Los días en que estaba bien, sonreía mucho, me besaba, me decía que me quería. Se emocionaba por cosas nimias, y tenía ánimos para ver películas y salir a tomar café con sus amigas.

Los días que se encontraba mal, una amarga bilis me recorría el paladar, y fumaba más que nunca, para tranquilizarme, para estar ocupado. No podía concentrarme en estudiar, y me hundía en el sofá de mi habitación, escuchando música, meditabundo, sin hacer nada más que mirar el vacío e imaginarme otra vida.

Él si había mejorado. Volvía a trabajar, y parecía haber salido un poco de esa profunda depresión, tan preocupante, del principio, de cuando ella lo echó de casa.
De vez en cuando aún lloraba, cuando estaba aturdido o agotado, pero sabía mantener su mente ocupada la mayor parte del tiempo, y le notaba que lograba salir adelante.

Yo empezaba a plantearme irme a vivir con él... ¿a quién pretendo engañar? Lo pensaba la mayor parte del tiempo. Pero no podía dejar a mi hermano pequeño solo con nuestra madre, o empezaría a dirigir sus tóxicos comentarios hacia él, y él no podría soportarlo. Tampoco quería dejarla sola.

El desgaste era brutal, y yo tampoco me encontraba bien. Había tenido un accidente algunas semanas atrás, y aún cojeaba de vez en cuando, aunque el dolor remitía tras un par de pastillas, o algunos cigarrillos.

Ella ni siquiera se daba cuenta de lo que hacía cuando se encontraba mal. ¡Estaba enferma! No me salía ni culparla, aunque lo deseaba. ¿A quién podía culpar?

¿A mí mismo?¿A mi padre?¿A los psicólogos?¿Al tipo que la arrolló en el coche hace tantos años, y por el que empezó a estar enferma...?

Eso era casi tan frustrante como todo lo demás. No tener nadie a quien culpar, tragármelo todo y envenenarme aún más, y sentir la cadera arderme y empezar a cojear de nuevo. También me mareaba, últimamente más a menudo, por el dolor. No me salía ni llorar, ni gritar para desahogarme.

Pero di un sorbo del café y le sonreí a mi padre, que me miraba atentamente.

- Está mejor. Creo que estamos saliendo adelante, como tú. Poco a poco.

- Me alegro - él medio sonrió, triste. Se lo podía notar, como seguro que él me lo notaba a mí.

Quizá había heredado de él fingir tan bien que nada iba mal.

4 comentarios:

Jolene Aims dijo...

...

Una vez me dijeron que el tiempo todo lo cura.

Si esto es lo que yo creo,
confiaré en que así sea.

Gaia Moridin dijo...

Bueno, sé que es un poco tarde, pero espero que la espera haya merecido la pena XD. Al final me he puesto a escribir y creo que me he sobrado con la longitud, no hace falta que me iguales^^ (ni siquiera que contestes tan tarde como yop).

Y no sólo su voz, también sus ojos castaños se movían inquietos entre los tres hombres y él, siempre volvían a él para detenerse un instante más, esperando que alguien contestara a su pregunta, aunque ésta le fuera dirigida. Incluso tenía una arruga en la frente, siempre le salía cuándo se preocupaba, en especial si su preocupación estaba relacionada con l-... El pensamiento huyó de su memoria, dejando un espacio completamente vacío, opaco. ¿Por qué sabía él las reacciones de aquella salvaje mujer cuando estaba inquieta? ¿Y por qué no habrías de saberlas? ––pensó otra parte de su mente que nada tenía que ver con él, la que no podía hacer otra cosa que reírse de su incapacidad de recordar. Se le escapó otro gemido, entre las mandíbulas que mantenía cerradas.
Para su sorpresa, la mirada de la mujer se endureció, borrando cualquier matiz de angustia en su mirada, instantáneamente, como correspondiendo a su debilidad con férrea fortaleza. Ayudó al chico a levantarse, pasando una mano por debajo de su brazo. Ya de pie probó a dar un titubeante paso hacia delante, pero no pudo soltarse de Selene sin correr el riesgo de caer.
––¿Qué has sentido? ––preguntó el hombre moreno con su eminente sentido práctico, que utilizaba en los momentos más convenientes.
Marcus había apoyado la cabeza contra el hombro de Selene, y aunque era unos centímetros más alto que ella no podía mantener las rodillas rectas, y ella seguía soportando su peso sin ninguna dificultad aparente. El chico dirigió sus ojos verdes hacia el hombre que le había hablado y trajo saliva antes de comenzar, como si le costase unir las palabras.
––Es difícil de explicar ––retomó sus anteriores palabras, pasándose una mano por las mejillas para borrar las lágrimas––, era todo igual que antes, yo sólo quería devolverle al letargo, no he hecho nada que no hubiera probado antes, lo siento, Damien ––soltó rápidamente, casi esperando que el hombre de melena oscura le interrumpiese con brusquedad.
Sin embargo, él se acercó a donde se encontraban y le sujetó la mandíbula con la mano izquierda, con una especie de cortesía que no solía mostrar. Selene se había envarado ante su proximidad, pero él no dio muestras de haberlo notado.
––Dime sólo que has sentido ––repitió con suavidad, clavando sus extrañas pupilas color tormenta en las de él.
––Ha sido como una descarga de... no sé, de algo, no sé cómo definirlo ––dijo, sacudiendo la cabeza con abatimiento.
––¿Eléctrica? ––propuso la mujer, que aún continuaba sosteniéndolo, esperando prestar alguna ayuda.

Gaia Moridin dijo...

El otro hombre la miró por un segundo, y ella no supo si aprobaba o no su intromisión.
––No ––respondió el joven con seguridad––, no era eléctrica. Era sólido, mucho más sólido. Una especie de latigazo que no vi, sólo lo noté en mi mente cuando llegó, creo. Fue muy extraño. Realmente fue como un dolor ardiente, como cuando se rompe el hielo ––su tono había ido cambiando hasta recuperar su tono habitual, incluso había adquirido un matiz didáctico sin quererlo.
––Está bien ––le cortó el hombre, mirando a través de ellos, hacia Ígor, que continuaba apoyado en el marco de la puerta, con total despreocupación––. ¿Y a ti que te parece?

Entretanto, el hombre que se encontraba en el suelo no se había perdido ni una palabra de la conversación. Había sentido una punzada de celos cuando ella se había agachado para ayudar al niño, no porque no le ayudase a él, cuando también se encontraba en el suelo, sino porque era aquel estúpido criajo. Le caía mal por algo, pero no se molestó en preguntar porqué, no lo creía relevante para salir de allí, y no esperaba que esa extraña pseudoconciencia que había aparecido en su mente contestase. Una sonrisa torva se había pintado en su rostro durante un instante, cuando había dicho que no era eléctrico. “Pues claro que no es una descarga eléctrica, so gilipollas, eso sólo lo utilizan los novatos como tú”. Sintió una seguridad infundada en aquellas palabras, tal vez podría salir de allí, buscar una salida. Había hecho algo que ninguno de ellos esperaba, eso le daría una oportunidad. No le llevó mucho comprender que era mejor atacar ahora, cuando estaban hablando. Además, el hombre de la cicatriz le estaba dando la espalda, el gigantón rubio se hallaba a varios pasos de distancia y Selene tendría sus movimientos limitados al cargar aún con el muchacho. En su mente no había plan de huida, sólo la necesidad de salir de allí.
Se acuclilló con rapidez tras él y se lanzó hacia delante, con la mano apretada en un puño, que iba directo a la parte baja de su espalda. Sorprendentemente, el hombre moreno se movió a un lado con gracilidad felina, como si de un paso de baile se tratase, y casi al mismo tiempo una mueca sádica se marcó en sus labios, y su mano, completamente extendida, le dio un veloz golpe en el hueso de la muñeca.
Selene, en cuya boca había muerto un grito de aviso, retrocedió un paso, acompañada de Marcus. Ígor se había incorporado, innecesariamente, y también su rostro mostraba una feroz sonrisa.
Ruphus cayó de nuevo al suelo, sujetándose la mano, mientras notaba como la fuerza que antes le había acompañado en su ataque se extinguía dentro de él. El hombre de ojos grises se acercó a él, mirándolo con el semblante inexpresivo.
––No deberías haberlo hecho ––dijo, antes de propinarle un certero golpe en la nuca, que volvió a dejarlo inconsciente.

Gaia Moridin dijo...

Cuando despertó se encontró encadenado a un muro formado con enormes sillares, algunos húmedos y con restos de moho. Estaba arrodillado sobre la piedra, con grilletes en los tobillos y a la altura de los codos, que le impedían doblar la espalda o separarse más de un palmo de la pared. Se había babeado la camisa, que ya estaba hecha una mierda, por tener la cabeza caída contra el pecho. Probó a mover los brazos y sintió un dolor lacerante que ascendía desde la muñeca derecha, que estaba doblada en un ángulo anormal, e hizo que un grito escapara de sus labios. Le llevó un rato dejar de jadear, y cuando lo consiguió se dio cuenta de que él ya había estado en una celda muy parecida a aquella. “No puedes soltarte ––dijo la voz con un deje de suficiencia––. Yo no pude salir ––añadió, burlona”.
––¿Quién eres? ––preguntó en voz alta, y nada más hacerlo se cuestionó sobre si no debería preguntar “¿quién soy?”.