24/12/08

Fantasmas

A veces, de noche, los fantasmas vienen a verme.
No son espíritus que siguen aquí porque tienen asuntos pendientes con los vivos, ni almas condenadas a vagar eternamente por la faz de la tierra. No son criaturas horrendas de ultratumba que quieren asustar a la humanidad, ni tampoco reflejos de alguna persona tras su muerte.
Son fantasmas de miedo, de frustración, de rabia… son fantasmas del recuerdo.
En el mismo instante en que apago la luz, una sensación opresiva se atrinchera en mi pecho, clamando a gritos su derecho a estar ahí hasta que el amanecer la carbonice.
Cuando anochece, empiezo a inquietarme, y mis gestos se vuelven más bruscos, mi comportamiento más irritable e irritante. En cuanto estoy a solas, discutiendo conmigo mismo al extender mi mano buscando el interruptor que me sume en la más absoluta sima de oscuridad, me asaltan a traición, armadas con el conocimiento de mis más profundos secretos, las inclementes nubes de la memoria, que siempre parece reiniciarse al saludar cada noche a la almohada.
Mis párpados, tan pesados ante la soporífera presión de mi caja torácica, se cierran y me impiden escudriñar la oscuridad del espacio vacío sobre mi cama, mientras oigo el zumbar de un vampiro, un insecto sediento de sangre que viene a por mí mientras duermo, cuando sabe que un sudor frío recorre mi cuello, cuando sueño.
En mi mundo onírico diurno, el sol se trunca luna, que ilumina cuanto piso con un resplandor plateado. Los rostros de la gente se transforman en objetos increíbles e iridiscentes que me cuentan sus vidas con ojos multicolores. Mi vida, en todo su esplendor, con todos sus significados, con lo bueno y lo malo que conlleva, cambia, y soy otras personas. Y todo eso sin drogarme.
Mis noches son harina de otro costal.
Al no decirle conscientemente a mi subconsciente “vuela hasta donde te lleven tus alas, y después arráncatelas y móntate en un cohete para llegar más alto”, mi subconsciente decide emprender vuelo por su cuenta.
Cuando los soplos de mi imaginación no lo guían, mi alter ego, adormecido por la febril acción diaria de inventar mundos, despierta y abre sus sentidos, y me arrastra con él a las fosas marinas a buscar bestias inexplicables.
Esas criaturas indefinidas, creadas tiempo ha por esta mente antaño perturbada, actualmente conmovida por azotes hormonales de locura adolescente y que aún habrá de ser arrancada de sus cimientos por los brazos de la senilidad, ahora ocupan mis más terribles pesadillas.
El terror inconmensurable que se apodera de mí entonces puede explicarse debido a que tales perversiones, creadas por una mente infantil torturada por las inclemencias de una sociedad de niños crueles y sobrados de sí mismos, ahora anidan en los rincones de una personalidad pacífica, feliz y de naturaleza extraña, quizá burlona y sarcástica, pero no antipática ni mucho menos rencorosa.
Los fantasmas que me atormentan por la noche son las voces, elevadas por encima del habitual sonido que acompaña a las instituciones escolares, de los infantes de mi clase.
Los clamores, los ánimos desenfrenados de ignorantes vocecillas que se emocionan al ver cualquier espectáculo brutal, como el maltrato de un animalillo desamparado.
Algo similar a lo que ocurría por aquel entonces, en lagunas de recuerdos que habían llenado valles en el Himalaya sólo con mis lágrimas.
Esos recuerdos que me atormentaban cada noche, persistiendo a través del tiempo como si nada hubiera ocurrido, como si la persona protagonista no hubiera cambiado.
En aquella época era yo huraño, antisocial y de pensamientos claros y distintos. Tres aptitudes ya de por sí más que suficientes para valerme el desprecio de la clase. Lo que no podían soportar era que un niño que reunía esas características y las fusionaba con un sobrepeso inusual, una testa desproporcionada y una edad más temprana que la suya les superase en todas las asignaturas.
Por eso, cuando el más burdo y simple de la clase, el que menos tenía que perder puesto que no pensaba seguir estudiando mucho tiempo, me acorraló tras la mesa del profesor y comenzó a apalearme con su altura superior, su edad más avanzada y su boca llena de insultos hirientes y desmotivados, el resto de joviales chiquillos que serían considerados santos si mantuviesen cerradas sus malditas bocazas no hicieron otra cosa que vitorearle.
El primer año en aquella nueva institución para “niños mayores” fue desastroso, ganándome sólo una amistad, la de un profesor, y perdiendo la del resto de compañeros de mi edad.
El siguiente año las cosas sólo empeoraron.
Por si no fuera suficiente con las burlas y las constantes pullas, volví a sentirme acorralado. Este fantasma es más nítido y sabe mejor que el otro dónde atacar, pues siente especial deleite en aterrorizarme cuando me ve indefenso en la cruda noche de mi pequeño habitáculo.
Uno de los agresores era rubio, ancho de hombros y una cabeza más alto que yo. El otro era moreno, algo más bajito que su compañero pero no demasiado, y enormemente corpulento.
Los dos sonreían cuando me taparon la salida del baño.
Un empujón casual en el hombro acompañado de una broma absurda y una risotada me pusieron los vellos de punta, pues era consciente de lo que podía suceder si no elegía las palabras adecuadas.
Con la mirada gacha y una expresión suplicante volví tímidamente a intentar salir, pero sus sonrisas se habían desvanecido, y el empujón se había transformado en una patada a la barriga, seguida inmediatamente de sendos puñetazos sobre el rostro.
La estatura y corpulencia superiores de los chicos me acobardaron tanto como la dureza de sus golpes, y en el momento en que caía al suelo, rogué clemencia, supliqué el perdón por los desconocidos agravios que pude haberles ocasionado sin percatarme de ello, juré fidelidad eterna e incondicional por un salvoconducto para salir de aquel mugriento lugar y librarme de aquellos dolorosos golpes, que parecían buscar directamente la autoestima, la escasa dignidad y el orgullo, ahora ocultos, de un hombre de honor, lector empedernido de literatura fantástica, plagada de héroes que salvan doncellas y caballeros que afrontan la muerte levantándose hasta que la última gota de sangre abandona sus cuerpos.
Sin embargo, mis patéticas peticiones de misericordia fueron ahogadas por una lluvia de puños, pies, rodillas, codos e insultos.
Sobre todo, insultos.
Mis pequeños brazos, también desproporcionados con el resto de mi voluminoso cuerpo, cubrieron mi cabeza de un modo inútil, pues cada golpe parecía atravesar piel, músculo y hueso para acertar de lleno en el corazón.
Por un momento, creí perder la consciencia, notando el cuerpo dolorido y no viendo nada más que el negro de mi chaleco.
Al dejar de sentir los golpes, aparté las manos, aún sollozando y con una mueca de héroe de cuento al que acaban de derrotar y que no puede creerse que el mal vaya a ganar al bien.
La única diferencia era que yo nunca me había imaginado protagonista ni antagonista de una historia. Siempre creí que era un secundario, ignorado por todos. Había descubierto de la peor manera posible que había algunas personas a las que mi existencia incomodaba.
Al entrar en clase, abochornado por mi aspecto y por la estocada letal que habían sufrido los restos de mi desdichada y pobre confianza en mí mismo, cogí mi mochila y me fui sin mediar palabra alguna ni dirigir ninguna mirada a mis otros compañeros.
Llegué a mi casa y estaba solo, perdido, pues mis padres estarían fuera trabajando.
Dejé la mochila en el suelo del salón y me senté, contemplando la pantalla apagada del televisor con deseos de consuelo y de venganza, pero sobre todo de consuelo.
Cuando mi madre llegó, me ordenó volver al centro penitenciario, a mi cámara de tortura particular. Las lágrimas que se habían aposentado en mis ojos sin que me diera cuenta no la habían conmovido en absoluto. La confusión que sentí fue suficiente para hacerme volver sin replicar.
Al llegar, una avalancha de abucheos por parte de mis compañeros y gritos de “llorica” acompañados por un sermón del profesor por llegar a tan descabellada hora me hicieron sentarme aún confundido.
¿No había sido yo el maltratado?¿Acaso no había sido algo totalmente injusto e injustificado?
Mi cara amoratada, mis brazos lastimados y mi orgullo desaparecido me daban la razón.
Entonces… ¿por qué…?
Cuando termino de rememorar los más oscuros acontecimientos de mi existencia, despierto con el corazón latiéndome en el pecho a tanta velocidad que creo que podría morir de miedo.
Tanto miedo como el que sentí en ambas ocasiones, situaciones en las que individuos mayores de edad y cuerpo que yo hicieron algo más que amenazarme.
Tanto miedo como el que sentí al creer que realmente no le importaba a nadie más que a mí mismo.
Tanto miedo como el que sentí al creer que estaba solo.
Y ese miedo, que poco a poco ha ido desvaneciéndose con la presencia de personas, de recuerdos junto a ellas y de momentos de alegría, vuelve cada noche, para acongojarme en mi único instante de soledad.
Me abruma, recordándome que cuando estoy tendido sobre el colchón, respirando pausadamente y tratando de asimilar lo que ha pasado a lo largo del día, estoy solo, a su merced.
Ese terror, que creo que ya será crónico, a la soledad me asalta cada noche.
Vuelve, recordándome los momentos más terribles de mi existencia.
Con una forma gaseosa, indefinida por los años y los instantes de felicidad acaecidos desde entonces; con una silueta incapaz de distinguirse del mismo aire.
Regresa a mí con estas nuevas características, dilucidándose poco a poco, difuminándose de mi vista pero aún anidando en mi corazón cada vez que está cerca, haciéndome tener frío y sentirme mal, como dicen que te sientes cuando hay un espíritu cerca…
Retornan cada anochecer, cada momento oscuro y solitario, y me visitan sin descanso, recordándome que siguen aquí, que no desaparecerán.
Mis fantasmas.



"No me sale eso de vivir". Anónimo.

2 comentarios:

Lily dijo...

¿Recuerdas lo que te dije antes de que cuando te leo siento que te guardas cosas? Un texto de estos quería leer yo =)

Dicen que somos la suma de nuestras experiencias, así que piensa que aunque has pagado un alto precio por ser quien eres, lo ha merecido

No me sale eso de vivir... ohhh (L)

Gaia Moridin dijo...

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