16/3/09

Salomé, 25-8-91


Iba andando sin rumbo fijo, deambulando por barrios que curiosamente nunca había pisado antes en mi ciudad, cuando encontré un anillo de plata (o supuse que era de plata) tirado en la calle, junto a un muro. En el interior del aro se leían un nombre de mujer y una fecha.
Por algún extraño motivo, sentí el impulso de probármelo, aunque era un anillo pequeño, y encajó a la perfección en mi dedo meñique.
Estuve preguntándome cómo había ido a parar allí el anillo. Se me ocurrió que la mujer que lo tenía lo tiró porque su hogar se rompió, o algo así.
El muro frente al que estaba tirado rodeaba el jardín de una casa de la que no alcanzaba a ver la planta baja, pero el primer piso tenía tres balcones y el tejado, rojizo anaranjado, a dos aguas. Las paredes eran blancas, pero numerosas macetas y enredaderas que bajaban desde las ventanas las coloreaban. Las cortinas estaban echadas, así que no pude atisbar el interior. Era una casa impoluta.
Me giré, con curiosidad, y vi una casa abandonada. La valla de madera descuidada, el jardín salvaje, las paredes con la pintura descascarillada. Incluso una ventana rota en el piso superior, y la puerta con numerosos arañazos. Se adivinaba en algunas partes que alguna vez tuvo pintura naranja, aunque ya estaba descascarillada, y sólo se veía el gris del cemento y el color de algunos ladrillos que habían resurgido. Las ventanas de la planta baja estaban tapiadas con madera.
Supuse que el anillo había salido de esa casa, con más aspecto de hogar roto. La fecha era bastante antigua.
Pero, si era así, ¿cómo nadie lo había encontrado hasta entonces?
Me lo quité del dedo meñique, guardándolo en el bolsillo de mi chaqueta, y, tras echar un vistazo a ambos lados de la calle, salté la valla de madera y me acerqué a la casa abandonada.
Alargué la mano hacia el picaporte, envuelta en la manga debido a la suciedad, y, para mi sorpresa, la puerta se entreabrió sin necesidad de girarlo. La cerradura estaba rota, forzada hacía ya tiempo, al parecer, pues había óxido incluso en las marcas sobre el metal. La visión que me esperaba era digna de un fotógrafo. Un vestíbulo a oscuras, con una escalera que tenía la barandilla rota y algunos escalones partidos por la mitad, y en el que se colaba la luz por un haz desde el piso superior y algunas partículas que parecían haberse infiltrado por los huecos de una persiana al fondo.
A la derecha, un salón enorme, con dos sofás destripados, una mesita coja y una estantería derribada. Había libros en el suelo, bajo la madera, y, al inclinarme para coger uno, pude leer títulos de filosofía, y una enciclopedia.
La mayoría tenían páginas arrancadas, y algunos estaban pegajosos.
A la izquierda, un comedor, con una única silla (rota) y un tablero de mesa volcado. Había también una chimenea llena de ceniza, que manchaba parte del suelo alrededor, incluso.
Sobre la chimenea, pude ver una foto inclinada y con el cristal resquebrajado. En ella se distinguían tres caras sonrientes: un hombre, una mujer y una niña pequeña con un pañuelo rosa en la cabeza, parecido a los que usan los pacientes de quimioterapia. Sentí una extraña presión en el pecho.
¿Sería el anillo de alguno de ellos?
Ni a la niña ni a la mujer se les veían las manos, y la única que pude ver era del hombre, apoyada en el hombro de la sonriente madre, y tenía los dedos demasiado toscos. No había forma de saberlo.
Al fondo, tras las escaleras, la cocina, con el grifo arrancado, y algunas latas de comida vacías, tiradas sobre la encimera, manchada de cosas que ni siquiera sabría nombrar. El fregadero estaba lleno de agua, y platos rotos.
Junto a la cocina había un pequeño baño en el que no me atreví a entrar, porque apestaba, y se oía el zumbar de moscones desde donde estaba.
Al poner un pie en el primer escalón, éste cedió, y me torcí el tobillo.
Aún así, no me detuve. La curiosidad superó al dolor, y empecé a subir, pegado a la pared, con cuidado para que la madera no volviese a partirse. Cuando llegué arriba, vi una viga del techo caída frente a mí, carcomida por dentro. Había cuatro puertas en el pasillo, y entraba más luz que en la planta baja. Se colaba incluso por una pequeña apertura sobre mí, de la que colgaba una cadenita oxidada y rota.
Entré por la primera puerta, a mi izquierda. Había un sofá-cama, intacto, y una vidriera destrozada, con el vidrio esparcido a mis pies, y unos cartones sucios bajo la ventana.
La de mi derecha daba a un baño tan repugnante como el de la planta inferior.
La segunda de la izquierda a una habitación colorida, con papel pintado rosa despegado de las paredes, una pequeña cama con cabecero de madera que dibujaba una corona en la pared, una cómoda con un único cajón, y un armario con las puertas sacadas de los goznes, vacío.
La que estaba enfrente de ésa, a un dormitorio con cama de matrimonio sin colchón, un escritorio de nuevo sin cajones y un armario empotrado con los espejos de las puertas agrietados.
En ese armario quedaba un traje de chaqueta negro, apolillado y lleno de polvo, colgado triste y solo de una percha de cobre.
Salí al pasillo, y tiré de la cadena, bajando una escalerilla metálica que llevaba al desván, y que chirrió con dolor cuando subí.
La madera crujió al soportar mi peso, y me quedé muy quieto, escrutando las sombras esquinadas por el día, que traspasaba un ventanuco de sucios cristales teñido de gris. El polvo se arremolinaba sobre un baúl y una caja abierta, únicos habitantes del ático. Imposible resistirse.
Me acerqué con cuidado al viejo arcón de madera, y, al abrirlo, una pluma blanca revoloteó ante mí. Se había escapado de un cojín amarilleado y descosido por el tiempo; bajo él, un vestido de novia, y un cuaderno de bocetos a carboncillo, de paisajes enternecedores. También un maletín lleno de pinturas, pinceles y lápices.
Al inclinarme sobre la caja, vi álbumes, coloridos y variados. Estaban llenos de fotos de caras sonrientes, la inmensa mayoría, de las personas retratadas abajo. Sobre todo, de esa niña con un pañuelo en la cabeza. En las más recientes no podía tener más de seis años, y su aspecto era pálido y frágil, demacrado por unas marcadas ojeras y devastador por una radiante sonrisa que no mostraba ningún miedo, y parecía que iba a estar ahí para siempre. No pude evitar sonreír, sacudiendo la cabeza y humedeciendo el plástico con mis lágrimas.
Hojeando el último álbum, una instantánea cayó al suelo bocabajo, y, al recogerla, leí en la parte de detrás “Papá, mamá y yo en Disneylandia” con letra insegura e infantil. En cuanto le di la vuelta, los dedos me temblaron, y se me escurrió, flotando hasta posarse sobre la capa de polvo con parsimonia. Caí de rodillas y me froté los ojos, intentando contener el llanto, aunque unos sollozos traicioneros escaparon de mi garganta sin que yo pudiera evitarlo.
En la imagen aparecían tres caras sonrientes: un hombre, una mujer y una niña pequeña con un pañuelo rosa en la cabeza, con el típico palacio Disney y los fuegos artificiales de fondo. Las tres mismas caras sonrientes del retrato que había sobre la chimenea…
Incapaz de soportarlo más, y sin haber encontrado ningún nombre ni fecha que correspondiese a los del anillo, salí del hogar roto. Enfrente, la impoluta casa blanca de alto muro parecía sonreírse. La puerta estaba abierta, y una mujer se agachaba en la calle frente a ella, mirando debajo de un coche.
-¿Dónde estás… dónde estás…? – su voz sonaba temblorosa, quebrada. Un hombre gritó desde el interior.
-¿A qué esperas?¡Tienes que hacer la cena! – ni siquiera me había dado cuenta de que era casi de noche. La mujer se incorporó, estremeciéndose, y pude ver miedo en sus facciones, marcadas por un feo morado en la mejilla izquierda; sus ojos, húmedos, parecían a punto de echarse a llorar.
-¡Ya voy! – respondió con voz temerosa.
Cuando estaba a punto de entrar por la puerta, tuve una corazonada.
-¡Salomé! – llamé. Y se giró, con el ceño fruncido y expresión confusa.
Por un momento, volví a escudriñar el hogar roto, y después me giré a contemplar la casa abandonada que había tras de mí. Bajé la vista, me metí las manos en los bolsillos de la chaqueta, y eché a andar, sin rumbo fijo, buscando algún barrio de mi ciudad que nunca hubiera pisado antes.

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