13/3/09

Pseudohogar

No soy ningún tipo especial. Más bien del montón.
Lo único de mí que suelo defender es lo que escribo. Puede que muchas de las palabras que use sobren, que me exceda con los adjetivos y le dé demasiadas vueltas a todo antes de llegar a lo que realmente interesa, pero… sigue siendo parte de mí. La parte que merece la pena, al menos eso creo, por muy egocéntrico que pueda pareceros.
Porque considero que escribo bien. Tal vez lo que escribo no sea perfecto, pero las personas tampoco lo son, y no pienso olvidar que, al final, todos los textos no son más que un pedacito de alguien. Un trocito de su alma que ha querido sacar de su mente para que otros puedan verlo. Quizá para que una persona lo vea.
Incluso existe la posibilidad de que sólo quiera repasarlo una y otra vez, sin intención de sacarlo nunca a la luz más que para leerlo encogido sobre él, para acariciar las letras y sonreír ausentemente, orgulloso de su creación.
Bueno… orgulloso de sí mismo, sí. ¿Por qué no? No es malo, que yo sepa.
En definitiva: lo que escribo es lo único que considero “destacable” de mi persona.
Es posible que no demasiado, pero eso no tiene mucha importancia.
Y, por ser tan normal, tan simple en mi reflejo… me sentía fuera de lugar allí.
Las nubes ocultaban las estrellas; sólo una esquirla de luna podía adivinarse asomándose a un desgarrón en el cielo. Esa oscuridad casi completa se reflejaba en el negro mar, que, curiosamente, parecía nervioso. No por unas olas desmesuradas ni un excesivo chapoteo. El oleaje era errático, o al menos así lo oía yo. Tuve la ligera impresión de que estaba nervioso por no ver a la luna, cuando tienen una relación tan íntima…
Hacía una bonita noche. Tranquila.
Una cálida sensación se había apoderado de mí, transportándome más allá de todo eso.
Como si mi cuerpo, mis sentidos, siguiesen en el mismo sitio, y mi mente se hubiese ido a otra parte.
Oía el mar, podía oler la brisa salada… aunque no estaba en la playa.
No veía nada porque tenía los ojos cerrados.
El frío cemento en el que estaba sentado, los sonidos de los coches… el viento que en realidad enmarañaba mi pelo, las luces de la ciudad que traspasaban en parte mis párpados… las imágenes en mi cabeza de su última historia, conmovedora y que llegaba, como siempre, a despertar algo dentro de mí…
Aunque sentía todas esas cosas, también creía estar en una casa.
Un ático, para ser más concreto. Su ático. O futuro ático. Agh…
Un salón, en el que estaba la cocina, parapetada tras una barra americana.
No era especialmente grande, aunque tampoco pequeño. El techo inclinado hacia la derecha, así que tenías que agacharte al entrar, hasta que estuvieses algo más en el centro, donde unos cómodos sofás rojos y negros, rodeados de “pufs” y enormes cojines, con una mesa de cristal baja en medio, prometían una velada agradable.
Libros, la mayoría de autor anónimo o con pseudónimos, adornaban unas estanterías viejas, de tiempos más humildes, que estaban alineadas en la pared a la derecha, donde estaba la entrada a la habitación y el baño.
Un minibar (sí, como los de esas películas antiguas) se escondía en el rincón de la izquierda.
Al fondo, un balcón con un banco de madera y numerosas plantas florales. Muchas enredaderas, que colgaban incluso hasta varios metros por debajo de su piso.
Cada macetero contenía unas flores distintas, para darle más colorido.
Amapolas, tulipanes, violetas, lirios, rosas…
En el cuarto, había una enorme cama redonda, con cabecero metálico antiguo, alto, de esos que tienen barras e intrincados dibujos de metal arriba. No tenía ni idea de cómo se lo había puesto.
Más estanterías.
Un escritorio forrado de fotos, poemas, fragmentos de historias, dibujos (tanto sobre papel como sobre la madera)…
Un portátil, y numerosos cuadernos amontonados: a los lados, debajo…
Una nevera pequeña en la esquina del fondo a la derecha, entre dos estanterías.
A la izquierda, oculta en parte por un estante, una ventana con cortinas grises y raídas, desde la que podía verse la esquina de un parquecito de abetos.
Justo a la derecha de la puerta, el cuarto de baño.
Losas azules hasta un metro y medio aproximadamente, y grises por encima, con pegatinas de burbujas negras y rojas… un baño totalmente blanco la habría deprimido.
La bañera era de esas antiguas, con patas de bronce que parecían las garras de un león, y un grifo dorado. Parecía cómoda.
Por fuera estaba recubierta de fotos y su letra, como el escritorio.
Tanto si escribía sus propias historias, como si acababa traduciendo las de desconocidos, cuya inmensa mayoría no merecía siquiera que alguien tan superior a ellos expresase con sus palabras lo que escribían… parecía que iba a tener un refugio donde ser feliz. Donde ser, al fin y al cabo, ella misma.
Es… ¿curioso? (en el sentido real de la palabra) que, tras leer la historia de que su alter ego se instalaba en una iglesia románica abandonada, se me ocurra algo así.
Otras veces he descrito otros lugares para ella. No sé, es… interesante… imaginarme algo así. Normalmente alguien imaginaría su propia casa, ¿no?...
Incluso imaginé cómo sería el castillo que (estoy seguro) es su mente. En un árbol, una mansión a veinte metros del suelo, con las habitaciones incrustadas en el tronco, que, aunque sólido, daba cierta impresión de ser translúcido… una de las salas tendría chimenea, ¿lo recuerdas?
“¿Qué cómo puede haber una chimenea en un árbol? Pues… no sé, los sueños son así…”…

- Y, ¿qué pasó con el reino de ensueño?
- Lo que pasa siempre con esas cosas. Alguien se despertó, y el sueño terminó…


(No recuerdo de quién es la cita ahora mismo).

2 comentarios:

Ladrona de Mentiras dijo...

“¿Qué cómo puede haber una chimenea en un árbol? Pues… no sé, los sueños son así…”

=)

Jolene Aims dijo...

No kiero ser egocentrica, pero es mi atico? xD lo digo por lo dl alter ego y la iglesia romanica... xD nah. Si, el relato dl violinista no es especial, pero solo salio y fin... Y... no puedo leer el blog d gaia por alguna razon k no alcanzo a entender, asi k no puedo contestar a su comentario... se lo dirias por mi?