3/2/16

Sinestésico

Entre los blancos y grises de una piedra que imita el mármol se cuela algún reflejo de una bola de luces que anima con color la sala, y un latido profundo y grave se clava hasta el esternón y resuena en el diafragman, provocando la misma sensación de sobrecogimiento y calor que un atardecer de invierno, naranja y gris, en una playa grisazúl de arena blanca.
La sinestesia tiembla, los olores sacuden hasta el tuétano con cada vaivén de la puerta doble de la entrada, y el frío trepa hasta la nuca al abrazarla, y sentir el sudor de su cuello bajo mis manos.
La música para, y todo vuelve a su ser. Los pies se detienen, los colores dejan de girar, la puerta se tranquiliza, y sólo soy capaz de sentir su ropa empapada en sudor rozando la punta de mis dedos, y su aliento, aún acelerado, calentando mi hombro.
No llegamos a cruzar ni dos palabras, sobra con la mirada que me clavan sus ojos al alzarse de entre sus pestañas.
Nos envuelve el frío de la noche, aún más afilado en nuestro frenesí, nos arrastra en suaves ondas hasta la cama, a los abrazos del otro, a sus labios.
Ni la luna puede vernos, no le damos tiempo a la duda para concretarse más que una mota de aliento gélido sobre tela y madera.
Unas uñas que se clavan en piel desnuda, que aferran con ternura y hambre, unos dientes que buscan saciarse de calor y energía...
La luz se cuela por entre las ventanas, abriéndose paso sin piedad hasta el profundo sueño de placer que me envuelve, y el sol encuentra lo que la luna fue incapaz de ver, e ilumina socarrón una media sonrisa bajo mis brazos, y una chispa pícara en sus ojos, recién abiertos, que se fijan en los míos con certidumbre atávica y demoledora.
No hay sentidos, no hay razón, no hay duda.
Sólo instinto y luz, calor y risas.
Sólo hay tú.

21/11/15

Con música de fondo (y me recuerda a Ella)

Hay un remolino borroso y azul donde se filtran las notas en sucesión menor hasta formar una canción a escala reducida.
Suena bajita, grave, y tersa.
Habla de un susurro tenue al oído que provoca erupciones rojas a flor de piel, dibujando picos en escarlata que se pierden subiendo por los brazos alzados sobre la cabeza, erosionándose hasta volverse rosa pálido al acabar en la punta de los dedos.
Una voz canta en ondas púrpuras que se expanden por la línea del cuello y se aclaran, acalorándose, al rozar el filo de la mandíbula, suspirando rojos blancos tras la oreja.
Resuenan ritmos lentos y reverberan marrones en la caja torácica, implacables, ardiendo por las venas los acordes que les acompañan, arpegiando en La Menor con gotas de un amarillo vibrante que resultan ser la base de los picos rojos, las ondas púrpuras, los filos blancos, y el cuerpo marrón.
Todo se confunde y brilla en una canción remolino azul, mareándome mientras me hundo en su olor, su tacto, su sabor...

25/10/15

A dos mundos de distancia

Somos un mundo en nosotros mismos. Las biosferas de nuestra consciencia mantienen un precario, semioculto pero cierto equilibrio con las subjetivas características metafísicas de nuestra personalidad, y las circunstanciales de nuestro entorno, y todo lo que es “yo” está regido por las firmes y aún casi desconocidas leyes físicas del sentimiento.
Conocerla apenas supuso un pequeño lapso de mi tiempo. Nos presentaron en la cafetería Cervantes, de la Rua Mayor de Salamanca, en una suerte de tertulia literaria de profundidad más bien escasa, y conocimientos aún más parcos. Fue un amigo común, como suele suceder, quien nos incitó al rito ancestral de estrecharse la mano y dar un beso cortés a unos centímetros de la mejilla del otro. Algún segundón en mi camino que conocí lo que me pareció un largo tiempo (probablemente por la relatividad) pero cuyo nombre soy incapaz de recordar ahora mismo, y que se dedicaba a la enseñanza forzosa gratuita, que no es más que otra forma de decir que era un insufrible sabelotodo, y, ocasionalmente, al exhibicionismo social.
Siempre tomábamos café con hielo o coñac al empezar la tarde, ocupando inicialmente un breve rincón para acabar apropiándonos del sonido ambiente y aire respirable de medio local, al ir llegando en sucesión casi matemática el resto de contertulios.
Las paredes tenían papel pintado con extractos de El Quijote, Rincón y Cortadillo, o alguna escena teatral de obras que hace tiempo que no releo; de los techos, que eran dos y separados por un saliente de casi dos metros, colgaban unas estrafalarias lámparas de araña de imitación que pretendían ser de época, vulgares como la vida misma, y en las columnas románicas que dividían las salas había faroles de hierro justo a la altura de la coronilla de una persona de estatura media.
En realidad, el café era normalito, y la carta de tés más bien pobre, pero había una enorme estantería llena de libros que olían bien, y la rinconera era la más cómoda de cuantas me he encontrado en locales públicos en los últimos años.
Como dije, conocerla apenas supuso un instante. Hola, encantado, y a los tres segundos me costaba recordar su nombre.
Cambié el café por dulce ron, porque anochecía fuera, y noté que, en los cuartos de hora que me había abstraído de la conversación para darle vueltas a una historia que se me escapaba entre las ideas, el nivel intelectual de la mesa parecía haberse elevado exponencialmente.
No me sorprendió tanto como esperaba que ella fuese la causa. A pesar de mi innominado amigo, monopolizaba atención y conversación, explicando entre encantadores trastabilleos la poesía implícita en la música de algunos cantautores desconocidos.
No sé cuántas horas pasamos intercambiando lecturas subjetivas porque todos iniciaron otra conversación aparte, y, aunque se nos echó encima el cierre del local poco después de medianoche, el principio, como todos los buenos principios, me cautivó tanto que perdí el sentido del tiempo.
Después, seguimos gesticulando ansiosamente entre las frases, caminando por el casco antiguo hasta la catedral, y el museo, descubriendo el jardín de Calisto y Melibea cerrado, y más tarde bajando hasta el puente, por la parte adoquinada (no la asfaltada, por riesgo de romper la cadencia del momento).
Ni siquiera me di cuenta de cuándo dejamos de hablar de las bellas artes para pasar a temas filosóficos, y después a actualidades, y más tarde a cosas mundanas. Fue como uno de esos hilos argumentales que se van tejiendo solos y expandiéndose hasta formar todo un telar en el que puedes vislumbrar una forma, un dibujo incluso, que te da una idea del personaje con el que estás tratando sin explicártelo directamente.
Se nos hizo de día, con prisas, de sorpresa, y nos encontré abrazados tan prietamente que mis labios buscaron los suyos sin querer, porque no quería de verdad que se callase.
Yo aún no deseaba que se me llevasen mis responsabilidades, pero me despedí efusivamente mientras daba vueltas a cada recodo de nuestras palabras, buscándoles una vuelta más, sonriendo a menudo por fragmentos especialmente lúcidos y evocadores.
Más tarde descubrí la proximidad que en realidad compartíamos, y, revisando mi memoria, me di cuenta de que no todo fue tan rápido como me lo pareció. Tardé más de la cuenta en notar su presencia a la mesa, obcecado en mí mismo y en otras voces menos bellas pero más ruidosas, o misteriosas, o exóticas. Perdí mucho tiempo en no verla. En no buscarla. En no pensarla. Todo lo que invertí en hacer lo contrario, lo perdí también.

Hay dos mundos de distancia entre nosotros, las leyes han dejado de ser suficiente para explicarnos. Y esos dos mundos de distancia parecen tan insalvables a esta corta escala humana como en el sentido literal de la expresión. 

20/10/15

Pequeño

- Las sillas son muy altas.
Y las paredes, y los armarios, y las estanterías...
El techo apenas se ve, todo en misteriosa penumbra, allí arriba.
Los rincones juegan a esconderse en la lejanía, con sombras amenazadoras agazapadas a su refugio, estirándose hacia mí cuando creen que no miro.
Ni siquiera alcanzo el pomo de la puerta.
Se ve un jardín, inmenso, a través del ventanal. Un lago agreste rodeado de flores exóticas ocupa el centro del encuadre, brillante y lleno de vida.
A los márgenes, incontables árboles de distinta forma y tamaño y un sinfín de estatuas, clásicas y perfectas, o modernas e indescifrables.
Y el cielo es limpio y es azul, y es vibrante, enorme, inabarcable...
Yo sólo tengo mi ropa vieja, prestada, y un pequeño colchón sin somier ni almohada, donde cubrirme entre sollozos cuando no llego a abrir la puerta, y las sombras empiezan a salir...

Aprender (a no volar)

El primer paso es tembloroso, pusilánime, e inseguro. La ignorancia y el miedo atenazan el aliento hasta hacer tambalearse la seguridad de uno mismo, emborronar la visión hasta percibir todo de manera distinta y aterradora, y confundir el raciocinio sin apiadarse ni de los principios más arraigados de uno mismo. Tal vez... no, seguro que caerás.
El segundo paso es más firme, y, aunque algo más largo que el primero, sigue sin asentarse del todo. Puede notarse el impulsivo escalofrío, eco de la memoria del primero, que aún hace estremecerse las endebles piernas, ahora algo más fuertes, pero tan ignorantes como antes, del yo. Aún hay riesgo de que caigas, eso siempre.
Los siguientes cobran fuerza. Ya sólo una piedra o un cruce inesperado ralentizan el ritmo, las arenas movedizas acechan, insomnes. La velocidad es gradual e ilusoria, temporal. La seguridad es tímida y enfermiza, tienes que cuidarla mucho. Y, con absoluta certeza, seguirás cayendo.
Pero, después, seguirás andando.

28/10/14

Romper el silencio

Aunque arrecie el hastío, me dejo invadir por el silencio.

Es un silencio ensordecedor, de esos que resuenan con ecos de naturaleza, que son silencios únicamente por la ausencia de direccionalidad, no por su cualidad más evidente. Se oyen hojas, pájaros, insectos, se oye el viento y se oyen murmullos de algún coche lejano, ronroneos y el rasgar de ideas sobre el papel.

Me oigo latir y respirar, puedo oír cómo una epifanía va rompiendo su cascarón dentro de mi cabeza sólo para callarse luego, y cómo cruje el calor sobre mi piel.

A lo lejos se oye incluso algún charco pisado, y después lo escucho evaporarse.

Oigo el fruncido de los hilos de mi ropa, el chasquido sordo de una articulación cuando acomodo los dedos, la dilatación e los vasos capilares y hasta la urgencia de mi vello creciendo micrómetro a micrómetro.

Se puede oír la luz coloreando el mundo, si estoy callado suficiente rato.

Y entonces me aburro, tarareo mentalmente, y me odio un poco por romper el silencio con mis pensamientos.

22/10/14

So you never have to go

Hay ratos en que me vuelve la lucidez, pero la acallo deprisa, apurado, sin dejar que cale. Porque sé que, si toca en hueso, podría volar del todo, con billete de vuelta abierta por si gusta de entretenerse en otros lares una temporada.
No me queda más remedio que sumirme en el mutismo, pues, hundirme en él, ahogarme si es preciso, y abstraer toda cordura y reacción hasta nuevo aviso por turbulencias emocionales.
Por seguir alguna línea de pensamiento divergente, miro un árbol por la ventana. Estático, anodino, como un olmo retratado en lírico réquiem, así que aparta la vista de la cristalera y devuelve tu atención a la bulliciosa terminal, así, no fijes tu sentimientos en nada, eso es, piérdete en la marea onírica.
Pasa. Todo pasa. Incluso esto. Que no te tiemble el pulso ahora. No emborrones la tinta, eso es para pusilánimes, tu tinta es la que emborrona a la gente, tu tinta pierde y patetiza, e hipnotiza, hasta idiotiza masas de borrones y cabecitas apresuradas imaginarias que distraen tu lucidez por un momento.
Mierda.
Voló.

15/10/14

A mano izquierda

Al levantarme, lo mismo de siempre. Pantalones, zapatos, camisa, cinturón. Con una dejadez algo impropia de mí, quizá, pero nada extraño. Ofrezco tal vez una imagen un poco tétrica, por la lentitud y rigidez de mis movimientos y mi mirada perdida (húmeda las más de las veces), aunque eso son sólo minucias, insignificancias incapaces de hacer que nadie pierda el sueño.
Un café más amargo de lo habitual en la primera esquina, justo donde el beso fugaz. Mientras los reflejos de las ventanas bailan frenéticamente, la gente entrecruza la acera y los coches lanzan improperios, mis andares se vuelven deambular ebrio de poeta (siempre he relacionado la embriaguez melancólica con la poesía, demasiado influenciado por Baudelaire y contemporáneos) y me acercan inexorablemente al cruce número cuatro desde el piso. No importa que mi respiración se vuelva pesada, ni el dolor de mi entrecejo, mis piernas siguen el mismo camino, negándome ir por otro lado.
Hubo árboles, una vez, y recuerdo vagas alusiones a los pinos. Todos los árboles son pinos; no hay modo alguno de discutir con alguien que piensa así.
El cruce número cuatro debe ser el cuarto pino, a mano izquierda”. La librería. Lapsus.
Siempre contábamos todo a partir del piso, el epicentro del mundo.
Me sacudo los pensamientos del blanco y, con pulso inseguro, empujo la puerta. Elena, la dueña, levanta la vista del libro que lee parapetada tras la caja registradora y me sonríe buenos días. Creo responderle con un gesto de cabeza, pero sigo errando sin saber muy bien adónde, sabiéndolo dolorosamente.
Es la tercera estantería, a mano izquierda”. Siempre a mano izquierda. Decía que lo siniestro era “bueeeno”. Aún no se acababan los ecos en mi cabeza. Títulos empañados de recuerdos me acosan el rabillo del ojo. ¿Qué es poesía? No había dado tiempo a resolver la gran cuestión para darle un revés a Bécquer en el polvo, y decirle “¡Ja! Estabas equivocado”.
Irremediablemente, estiro la mano y acaricio leyendas, soledades y ángeles… hijos de la ira, o del incorregible Baudelaire, ¿quién sabe? Todos tenemos una pequeña parte de Francia con nosotros desde que ese hombre empuñó una pluma por vez primera. Oh, sí… embriagaos, de vino, de poesía o de virtud, como gustéis.
Una media sonrisa se deja entrever, y, aunque mi expresión de opiómano consumado (o al menos así opino que cualquier observador calificaría la abstracción cuasi babeante en que me encuentro) pueda dar pie a malinterpretaciones sobre mis elucubraciones, no me importa. No me importa quedarme ahí, de pie, eternamente, acariciando los lomos de los libros con tierna vehemencia (como una estereotipada vieja de los gatos), ni lo que nadie pueda pensar de mí por ello.
Entonces me escuecen los ojos y recuerdo una de sus citas favoritas.
Poema LXIX… a mano izquierda”. No hay que llorar, ¡silencio!
Me seco una lágrima antes de que se me escape (no quiero defraudarla, mucho menos ahora), pero se me escapa una risa que más suena a quejido. Porque duele.
Habéis oído hablar de los miembros fantasma, ¿verdad?
Cuando alguien pierde una mano, o el brazo, o la pierna, aún pasa un tiempo creyendo que sigue estando ahí, encogiéndose al pasar cerca de un mueble para no golpearse un codo invisible, o estirando un muñón hacia la zapatilla al levantarse…
Creo que sucede algo parecido con los corazones abandonados. Rotos o enteros, eso no importa. Pero lo que molesta realmente es sentir un vacío donde antes había algo… algo así como un amor fantasma.
Un amor fantasma en mitad del pecho. A mano izquierda.
Que aprieta, presiona desde dentro como si intentase salir. Y lo normal, teniendo en cuenta las puñaladas que supone esto para los pulmones, sería dejarlo correr, liberarnos de ello… pero no puedo. Me es absoluta e irremisiblemente imposible. Se me agarrotan los dedos sobre Espronceda. Fundó esperanzas el astuto viejo, al que no pudimos llevar la contraria tampoco. Se me agarrotan los ojos sobre la mano, porque por un momento juro que he sentido su caricia en las venas del dorso… casi oigo su voz susurrando.
Son de artista, ¿verdad? De músico, quiero decir, son grandes, pero elegantes, suaves, y tienen callos sólo en las yemas de los dedos y por las uñas… ay, mi guitarrista de segunda mano…”
Mi brazo cae, laxo, como si de pronto le hubiesen colgado un peso de la muñeca. Noto todo mi cuerpo como si de pronto le hubiesen colgado un peso. Y el amor fantasma vuelve a apretarme en el pecho, y me cuesta respirar. Incluso se me resbala un suspiro entre los dientes.
Entre los dientes, porque mis labios ya no son. Eran suyos, los perdí en una apuesta, y nunca me los devolvió, así que no tengo derecho a llamarlos así. Decía que también eran de segunda mano, pero que no me lo tendría muy en cuenta.
Siempre le gustaron las cosas usadas. Se emocionó al encontrar un libro como Diario de Anna, tan irrisorio, sólo porque tenía las pastas agrietadas y el lomo destrozado.
Y las páginas amarillas, de bordes rotos y borrones de tinta.
Eso significa que lo han querido mucho, y un libro al que alguien ha querido siempre es bueno. Aunque sea de segunda mano”.
Creo que lo hacía porque le gustaba imaginarse a desconocidos. ¿Con qué personaje se sentiría identificado? Tal vez, quizá, ¿puede que…? Teorizar, claro. También le encantaba teorizar, sobre cualquier cosa, pero sobretodo abstractos y personas. Se las imaginaba mientras leía lo mismo que alguien había leído a lo mejor un par de días atrás. ¿Por qué marcó esta frase?¿Por qué esta página?¿Por qué lloró aquí…?
¿Por qué lloro aquí?
Ah, lo siento… pero no puedo evitarlo por más tiempo. Ya te tengo dicho que soy demasiado llorica para ver Los puentes de Madison contigo, no pretendas fingirte sorprendida ni ofendida para que me ría, eso ya no te funciona. No estando tan lejos. No cuando sólo eres un amor fantasma.
Vale, me río, vale, siempre lo consigues, ¡pero sigo llorando! No es que hayas mejorado mucho la cosa, ahora lloro incluso más.
Una voz se preocupa tras de mí, y al girarme veo a Elena. Inconscientemente vuelvo a estirar la mano hacia los libros, sin emitir ningún sonido. No hace falta, me entiende, y me abraza, me reconforta. Su cuello huele a rosas. Maldito seas, Rubén Darío, tus rosas siempre fueron sus preferidas.
Pero Elena no sabe nada, sólo me coge de la mano y me sienta junto a ella, tras el mostrador, y va a buscarme un vaso de agua. Fueron amigas antes incluso de que yo la conociera, en aquel bar perdido en mitad de la calle ancha.
Acababa de tocar en acústico algunas canciones con un amigo, cuando ella me atacó por la espalda recriminándome a Chaouen, e insultando mi desfachatez al cambiar a Paco Ibáñez cuando tocamos Palabras para Julia. No me salió levantar la ceja y dar un sorbo de cerveza con aire divertido, como normalmente habría hecho, sino que me quedé mirándole los ojos y tartamudeé una disculpa.
Para mi sorpresa, ella se echó a reír, me tomó de la mano, y ya no me soltó en toda la noche. Ni yo a ella, todo cuanto pude.
Un tiempo después, nos mudamos al piso (el epicentro del mundo) y nos convertimos en clientes asiduos de la librería Lapsus, cuatro esquinas más allá.
Con gesto abotagado, cojo el vaso de plástico y bebo. Aunque no es agua precisamente lo que quiero, o necesito.
Algunas personas me miran de reojo y salen, aparentemente con prisa.
Que miren. Que miren al tipo de la tienda de libros a distancia prudencial, no vaya a ser que la tristeza sea contagiosa. Que miren al músico de segunda mano. Al poeta frustrado, que no llegó ni al cuarto pino (a mano izquierda) porque le daba miedo enseñar lo que escribía. Al llorica, romántico empedernido con un amor fantasma aún por el amor que le arrancaron del pecho hacía sólo dos semanas.
Que miren. No me importa. Me falta algo, y me duele.

Me duele el pecho. A mano izquierda.

25/4/14

Hombres gordos y mujeres

PRÓLOGO

            - Los abdominales en los tíos canijos son como las tetas de las mujeres gordas. No cuentan, vienen de serie.
            Recuerdo que esa fue la frase que lo empezó todo. Estábamos en una fiesta de empleados del puerto de Hanko, Finlandia, en octubre; y yo no quería ir, pero mi energúmeno compañero de piso, otro madrileño atrapado en la tranquila, civilizada y sobretodo feísima patria más feliz del mundo, insistió, y no sé decir que no más de nueve veces seguidas. Llamadme blando.
            Ni siquiera la dije yo, fue un amigo. Por eso me sorprendió que, mientras el grupito de españoles que conocíamos del puerto soltaba una risilla nerviosa y entornaba los ojos con expresiones de desconcierto por el comprensible dilema moral de reírse ante un chiste tan poco apropiado, una mano firme y pequeña me agarrase del hombro para darme la vuelta y, antes de percatarme de quién era la propietaria de tan determinado y hermoso apéndice, su gemela derecha me cruzase la cara de un bofetón que me hizo ver luces de colores en el fondo de mis párpados cerrados durante unos instantes.
            - ¡Serás cabrón, gordo machista hijodelagranputa! - dijo así, todo seguido, con tono de indignada.
Aún no me había repuesto de mi propia (y, por otra parte, totalmente justificada) indignación cuando la mujercilla bajita y pelirroja dueña de ambas extremidades se dio la vuelta con un latigazo de sus rojizos rizos en mi mejilla y empezó a caminar con el aire ofendido y altanero de los que acaban de vengar una de esas pequeñas crueldades del mundo, como un justiciero enmascarado que evita que una avispa pique a un niño en un parque y luego posa como un héroe de cómic para luego intentar desaparecer entre los arbustos y caerse estrepitosamente sobre una inoportuna papelera de la que no se había percatado e impide su salida triunfal y misteriosa. En fin, que no le vi la cara, y la confusión unida al estupor de que me hubieran dejado con la palabra en la boca unidas en una estruendosa cacofonía en el interior de mi cráneo me hicieron boquear varias veces, pero para cuando pude recomponer mentalmente la escena y constatar que sí, que me habían dado una bofetada, insultado y luego impedido cualquier tipo de respuesta ingeniosa o violenta, la maraña de rizos había desaparecido. Me molestó más el hecho de que no me dejaran explayar verbalmente mi ofensa, más que el bofetón en sí. Era una enorme falta de respeto hacia mis exquisitas capacidades verbales. 
Entonces Gonzalo, creador del inapropiado exabrupto que provocó la desagradable escena, se me acercó por detrás, buscando con una mirada de conejillo asustado por encima de mi hombro a la mala bruja que me había atacado a traición, como si fuese a salir de detrás del señor mayor con peluquín que se tambaleaba alcoholizado alrededor de una jovencita nerviosa como un buitre ante un cadáver, o del larguilucho camarero con pajarita y un muy serio problema de sobreacné adolescente... bueno, pues que se acercó por detrás, acojonado, y lo arregló. 
- Joder, parece que alguien está en esos días del mes.
Bueno, y así la conocí. Admito que incluso deseaba un poco que ella volviera a aparecer para abofetearme por el nuevo comentario tan falto de sensibilidad ideado por aquél esperpento de ser humano que tenía al lado, al menos para tener la posibilidad de sorprenderla con mi más que excelente capacidad de argumentación y retórica. Incluso tenía el discurso de defensa preparado, con las connotaciones no verbales justas y medidas en mi mente, ni más ni menos que lo que se me debería haber permitido hacer en el primer contacto. Pensaba hinchar los pulmones, levantar la barbilla, alzar el brazo en gesto ejecutor, erectar el dedo índice, máxime atributo acusador, en dirección a Gonzalo, y exclamar con mi imponente y poderosa voz de barítono “¡ha sido él!”. Impresionante, ¿verdad?
Pero no pude hacerlo. Más tarde le explicaría todo esto a ella, y me miraría con escepticismo y levantaría la ceja mientras se cruzaba de brazos con ese gesto tan suyo, pero las cosas hay que contarlas ordenadas y bien, o mejor no contarlas.
En fin, os preguntaréis qué coño hacía yo en una fiesta portuaria en Finlandia. Pues veréis, todo empezó...

Ver de verdad

Recuerdo cómo era ver de verdad. No mirar, no juzgar, no intentar desentrañar enigmas, dobles significados ni simbolismos, no recordar relaciones, no obviar lo que tengo delante. Sólo ver.
Una vez vi una chica hermosa. Aún era una niña, no tendría ni quince años, el pelo apenas le llegaba a los hombros, tenía la boca pequeña y la mirada muy fija, de esas que incomodan o enamoran, depende del objetivo. La vi allí, de pie, con los labios apretados y las manos en los bolsillos, el porte arrogante y egoísta de la juventud, esa sensación de inmortalidad omnisciente que es como un aura alrededor de algunos adolescentes que, en el fondo, se atiborran a solas de inseguridades que funcionan como una endeble argamasa para cimentar el orgullo y la confianza que perciben los que sólo miran por encima, los que no ven de verdad. La vi. Y era hermosa.
Vi mil puestas de sol. Eran siempre la misma, cambiante, observada desde distintos ángulos, teñida con distintos matices, enmarcada en unas pupilas que la subyugaban al tremor interno de mi propia trivialidad. Pensaba que se vestía de rojos y amarillos para mí, y siempre iba a verla y le escribía cartas tomando café. La vi consolándome, retándome, burlándose, enamorándome. Me devolvía la mirada de reojo, y se iba sin despedirse siempre, mientras escribía. Se fue mil veces. Hace tiempo que no la veo.
Nunca creo haberme visto a mí mismo. No de verdad. No así. Sin mirarme, sin juzgarme, sin creer que lo sé todo de mí mismo, que soy un libro abierto sólo por y para mí. Me gustaba explicarme, sin darme cuenta de lo poco que sé del tipo que me devuelve las miradas desde el espejo, sin preguntarme si él me está viendo también. Creo que si me hubiese visto, me habría asustado. Es sólo una sensación que tengo, no sé por qué.
No sé si puedo ver. No otra vez, no como antes. No de verdad.