3/12/09

La anciana y la niña

La voz de la niña acabó escapando entre sus labios, azulados y fríos ya por la cercanía de nuestra eterna compañera, y, con su carita, que parecía porcelana de lisa y blanca, de brillante en aquél su momento último, con su carita enmarcada por rizos negros sobre el regazo de una anciana de rostro amable, expiró.

Y la anciana, que se supo entonces perdida e irremisiblemente condenada, rompió a llorar.


- Por favor, usted no lo entiende - la mujer tenía lágrimas en los ojos. Debía rondar ya los cincuenta, estaba entrada en carnes, bajo su mirada se adivinaban las horas de insomnio traducidas por una ojeriza expresión, el timbre de su voz rielaba de sopranos a irritabilidad, y pronunciaba con dificultad el castellano, con un fuerte acento que enronquecía las erres y siseaba las eses - No tengo otra elección. No puedo seguir...
- Me parece que es usted la que no lo entiende - frente a ella, otra mujer, más joven aunque con un rostro envejecido y canas abriéndose camino entre el estropeado pelo en el que aún se percibían restos de tinte, congelaba el micrófono por el que se comunicaba a través del cristal con su frialdad al hablar - No podemos hacer nada por ayudarla. Eso es todo. Siguiente - su mirada pasó por encima del hombro de la señora que estaba a punto de echarse a llorar.
Un hombre robusto y sonrosado, de barba espesa, mata de pelo rizado y ojos castaños, pasó junto a la rotunda y sollozante cincuentona y comenzó con voz pequeña, aún mirándola de reojo, quizá por vergüenza debido a su inacción, a su impotencia, pidiendo perdón con los ojos y sonrojándose aún más sus mejillas bajo la barba.
La llorosa mujer volvió con pasos titubeantes, derrotados, hasta los asientos donde la gente se sentaba a esperar su turno en el banco. Allí, mirando los colores de un panfleto, otra mujer que rondaría los treinta años y que tenía la misma complexión y semejanzas en las arrugas de la faz devolvía la sonrisa a la foto de una familia que la miraba con radiante felicidad desde el folleto.
Era de un plan de pensiones, pero su madre sabía que no podía leerlo, que no lo entendía, y que sólo disfrutaba con la visión de una familia feliz, la que ella no había podido darle, y de un niño pequeño, lo que tal vez nunca podría tener.
Llegó a España con dieciocho años, joven, dispuesta a empezar una vida nueva.
Acabó llevando la misma vida que casi todas las jóvenes que sueñan en otro país, casi en otro mundo, y la embarazaron y abandonaron preñada tres años después.
Ya todo fue una sucesión de malestares, de imposibilidades, de privaciones, de muerte.
Su hija era incapaz de entender lo que la rodeaba, su mentalidad quedó estancada en los cinco años. Y nadie la ayudó. Jamás.
No podía volver a casa, debía dinero a gente que no se lo permitiría, y empezaron a cobrárselo de otras maneras, cada cual más horrible e inhumana que la anterior.
Pero ella, ¿qué podía hacer?
Echaba de menos a su madre. Su juventud, su belleza, su libertad, su independencia, sus sueños. A todo.
Simplemente, no sabía, no podía continuar así.


- Sunt o bunica - murmuró, incapaz aún de creerlo.
No se había dado cuenta. ¿Cuándo se había quedado embarazada su hija?
La habían violado, seguro, no cabía en su mente la posibilidad de que una niña en el cuerpo de una mujer de cuarenta años consintiese algo así. Pero estaba preñada, y su madre no se había dado cuenta hasta que era demasiado tarde.
Y ahora...
- ¿Soy abuela? - titubeó al pronunciar español, que de pronto le parecía un idioma extraño, a pesar de que ya llevaba más de la mitad de su vida en aquel país infernal.
- Sí, señora - el médico la miró con expresión extraña en el rostro. Sus ropas, su faz, su vejez prematura debían delatarla. No serían buenas para la niña (había sido niña), no podían dejarla a su cuidado - Debe... cumplimentar el registro.
Todo fue automático. Escribió un nombre para su nieta. Toda su vida pasó ante sus ojos, y empezaron a humedecérsele. Supo que viviría lo mismo que había vivido con su hija.
Lloró.

- ¿Cómo ha sido? - el inspector chasqueó la lengua, frunciéndole el ceño a los periodistas y paparazzi que se habían reunido alrededor del cordón policial y señalaban la bolsa negra, fotografiándola sin parar, tal vez con la esperanza de que la cremallera se abriese por arte de magia y pudiesen encontrar la imagen más morbosa del año.
- Sobredosis de quetamina - el forense se quitaba los guantes y contemplaba con gesto absorto la bolsa, la faz rota en una expresión de profundo pesar.
- ¿La conocías? - su interlocutor había dejado de mirar a las cámaras con hosquedad y ahora examinaba a su compañero, suspicaz.
- Trabajaba de limpiadora en la central - él de pronto se había vuelto hacia su superior, con lágrimas en los ojos, incrédulo - ¿No la has reconocido?
- Estoy muy ocupado como para fijarme en las limpiadoras - gruñó, incómodo, el inspector - ¿Qué más da?
- No ha sido un suicidio, inspector, la obligaron a tomar esas pastillas, tiene heridas defensivas en los brazos y los labios - musitó con rabia contenida el forense - Era una mujer alegre y simpática, siempre sonreía a todo el mundo, y la han asesinado.
- ¿No habría que esperar a la autopsia para dar un veredicto? Además, ¿a qué viene tanto drama? Ya has visto otras víctimas de asesinato, si es que lo fuese.
- No entiendo cómo alguien pudo haberla matado, eso es todo - respondió con debilidad - Era retrasada, inspector. Una limpiadora amable y retrasada.

Cinco años. Su nieta había muerto con cinco años.

Su cuerpo fue encontrado a los seis días de morir, por el hedor. Las chispas al forzar la puerta provocaron la explosión del gas que había dejado acumularse en el cuchitril en que vivía para suicidarse.

Ni por los dientes fueron capaces de identificar su cadáver.

1 comentario:

Jezabel dijo...

¿Has pensado en probar un cambio de temática a algo más luminoso? Podría ser un reto interesante :)