4/12/09

Disculpa que te escriba...

Yo llevaba bastante tiempo yendo a esa librería.
Es pequeña, estrecha y alargada, con apenas el espacio justo para que pase una persona entre las abarrotadas estanterías, que tienen incluso hojas de manuscritos sobresaliendo entre sus libros.
Las habían escrito clientes habituales que no tuvieron suerte como escritores y se conformaron con dejar sus historias ahí, para que los leyese quien quisiera (yo mismo dejé algunos textos). Las he hojeado bastante, y varias me han parecido sublimes, aunque muchas eran demasiado típicas para mi gusto.
En ese pequeño resquicio de paraíso literario, al fondo, hay una portezuela antigua, de madera desportillada y dintel bajo, que da a una habitación con sofás y una máquina de café, para que se siente a leer quien quiera. También hay una máquina de tabaco, y diversos ceniceros. Al entrar, el inconfundible aroma de los libros viejos se funde con el de Chesterfield, Fortuna, Marlboro…
Supongo que ya entendéis por qué me gusta tanto ir allí.
Un día, al entrar, noté algo raro en el ambiente. Solía haber ya un par de lectores asiduos entre los estantes, pero no había nadie. Charlie, el dependiente, me saludó con un cabeceo y volvió a sumergir la vista en algún ensayo de parapsicología. Ignorando la ausencia de otros lectores ávidos en el local, perdido entre los callejones de Cádiz, me encaminé hacia la sección de poemas (había cierto orden dentro de aquel caos) y saqué una antología de Machado, el menor.
Al abrir la puerta trasera, y agachar la cabeza para entrar, vi a una mujer ya sentada en uno de los sillones, que apenas me dirigió una mirada de reojo antes de seguir leyendo un montón de papeles grapados.
Me senté y, antes de abrir el libro, saqué un cigarrillo del paquete de Lucky que siempre suelo llevar en el bolsillo izquierdo.
- Preferiría que no fumases – dijo la individua de pelo castaño mirándome con seriedad – No me importa lo que hagas, pero YO querría no morir de cáncer de pulmón después de haberlo dejado – no pude evitar una sonrisa, pero guardé el tabaco.
- ¿Y cómo querrías morir?
- De un modo más original que tú y el resto del mundo – su expresión no varió un ápice mientras hacía esta afirmación.
Esta vez no pude evitarlo, y solté una carcajada. Esa frase me traía recuerdos de una persona que había casi enterrado en mi memoria. Su nombre se me escapaba, pero había escrito cosas muy interesantes.
Dejé de pensar en ella en cuanto abrí el libro, preparándome mentalmente para interpretar a Antonio una vez más.
Mi compañera de lectura resopló, despectiva. Alcé la vista, molesto.
- ¿Qué?
- Antonio Machado no es tan bueno – repuso encogiéndose de hombros – Ni la mayoría de poetas, en realidad.
- Tampoco le habría pedido su opinión a alguien que prefiere leer manuscritos de fracasados – repliqué imitando su gesto. Un destello de indignación cruzó por su mirada.
- Es de un viejo amigo.
Eso sí que no me lo esperaba. ¿Cuál de los desesperados que vagaba por aquella librería le pediría a alguien que viniese a leer sus textos?
No podía ver el título ni el autor desde donde estaba, pero tampoco le di mayor importancia.
Conocía la mayoría de borradores y relatos acumulados en las estanterías, y no recordaba que ninguno con grapas pasase de decente, así que ella tampoco debía tener tanta idea sobre literatura como parecía creer.
Aún así, cuando empecé con Machado, me entraron unas ganas indescriptibles de leer a Juan Ramón, y a Lorca, y dejar al sevillano aparcado entre su hermano mayor y un cuaderno de páginas amarillentas.
La observé, acusador, por el rabillo del ojo, y me sorprendió su actitud.
Con una expresión de profunda concentración, y un cierto brillo de emoción en las pupilas, saltaba de una línea a otra con la lentitud propia de quien está releyendo un libro de su pasado y encontrando viejas imágenes, vistas bajo un prisma distinto, a cada pie de página. Conocía bien esos aires, pues yo mismo me había enfrascado igual en muchas lecturas.
- ¿Tan bueno es? – se me escapó. Ella me taladró con su mirada, molesta por la interrupción.
- No – respondió con rotundidad – Pero hacía muchos años que… ¿y a ti qué te importa?
- Bueno… no recuerdo que ninguno de los textos grapados fuese emocionante, ni nada parecido. Curiosidad, supongo.
La misma sensación que acababa de nombrar se dibujó en sus facciones de un modo que me resultó encantador.
- ¿Conoces todos esos manuscritos?
- Y a algunos de sus autores – asentí, deseando que me mostrase lo que leía.
Ella me enseñó la portada.
“Sueños Perturbadores, por *”.
- Ah… ése era de relatos cortos, ¿verdad? – movió la cabeza de arriba abajo – Había alguno interesante, pero le faltaba…
- ¿Lo conocías?
- Sí, me acuerdo de él. Trabajaba en una revista, creo. Pero hace mucho que no lo veo. Me enteré de que se fue a Londres, o algo así. De todas formas, tampoco…
- ¿Sabes a qué parte de Londres?
- ¿Qué? No. Fue por un trabajo en un periódico… creo… el “London Journal”, o algo… ¡eh!¿Adónde vas?
La mujer irritante y misteriosa se había levantado y prácticamente evaporado en el marco de la puerta. No me había dado tiempo a reaccionar, y ya había salido a la calle.
Farfullando sobre lo poco ordenada que es la gente (es una mala costumbre que tengo), volví a dejar el mediocre recopilatorio de relatos en su lugar, así como la antología de Machado.
- Qué rara, ¿eh? – le dije a Charlie, sonriendo.
- Oh, ésa era **.
- Quie… ¿la escritora? – noté mi boca secarse de la impresión. No podía dar crédito a mis oídos… ¿La última ganadora del premio Nébula?¿Aquí…?
No volví a verla, más que en fotos. Resultó que sí era ella.
Tampoco supe si encontró al tal *. Seguramente no.
Londres es una ciudad enorme, según tengo entendido.

3 comentarios:

Gaia Moridin dijo...

Solo una cosa:

Como esa libreria exista me pienso plantar en Cadiz solo para conocerla XD



P.D.: Le falta cafe, al relato en general XD

William Tea dijo...

Te diría que existe sólo para que vinieses a Cádiz... pero no, no existe. Aún.

Gaia Moridin dijo...

Entonces, cuando exista me ha a tocar ir... Una pena...