Al levantarme, lo mismo de siempre. Pantalones, zapatos,
camisa, cinturón. Con una dejadez algo impropia de mí, quizá, pero
nada extraño. Ofrezco tal vez una imagen un poco tétrica, por la
lentitud y rigidez de mis movimientos y mi mirada perdida (húmeda
las más de las veces), aunque eso son sólo minucias,
insignificancias incapaces de hacer que nadie pierda el sueño.
Un café más amargo de lo habitual en la primera
esquina, justo donde el beso fugaz. Mientras los reflejos de las
ventanas bailan frenéticamente, la gente entrecruza la acera y los
coches lanzan improperios, mis andares se vuelven deambular ebrio de
poeta (siempre he relacionado la embriaguez melancólica con la
poesía, demasiado influenciado por Baudelaire y contemporáneos) y
me acercan inexorablemente al cruce número cuatro desde el piso. No
importa que mi respiración se vuelva pesada, ni el dolor de mi
entrecejo, mis piernas siguen el mismo camino, negándome ir por otro
lado.
Hubo árboles, una vez, y recuerdo vagas alusiones a los
pinos. Todos los árboles son pinos; no hay modo alguno de discutir
con alguien que piensa así.
“El cruce número cuatro debe ser el cuarto pino, a
mano izquierda”. La librería. Lapsus.
Siempre contábamos todo a partir del piso, el epicentro
del mundo.
Me sacudo los pensamientos del blanco y, con pulso
inseguro, empujo la puerta. Elena, la dueña, levanta la vista del
libro que lee parapetada tras la caja registradora y me sonríe
buenos días. Creo responderle con un gesto de cabeza, pero sigo
errando sin saber muy bien adónde, sabiéndolo dolorosamente.
“Es la tercera estantería, a mano izquierda”.
Siempre a mano izquierda. Decía que lo siniestro era “bueeeno”.
Aún no se acababan los ecos en mi cabeza. Títulos empañados de
recuerdos me acosan el rabillo del ojo. ¿Qué es poesía? No había
dado tiempo a resolver la gran cuestión para darle un revés a
Bécquer en el polvo, y decirle “¡Ja! Estabas equivocado”.
Irremediablemente, estiro la mano y acaricio leyendas,
soledades y ángeles… hijos de la ira, o del incorregible
Baudelaire, ¿quién sabe? Todos tenemos una pequeña parte de
Francia con nosotros desde que ese hombre empuñó una pluma por vez
primera. Oh, sí… embriagaos, de vino, de poesía o de virtud, como
gustéis.
Una media sonrisa se deja entrever, y, aunque mi
expresión de opiómano consumado (o al menos así opino que
cualquier observador calificaría la abstracción cuasi babeante en
que me encuentro) pueda dar pie a malinterpretaciones sobre mis
elucubraciones, no me importa. No me importa quedarme ahí, de pie,
eternamente, acariciando los lomos de los libros con tierna
vehemencia (como una estereotipada vieja de los gatos), ni lo que
nadie pueda pensar de mí por ello.
Entonces me escuecen los ojos y recuerdo una de sus
citas favoritas.
“Poema LXIX… a mano izquierda”. No
hay que llorar, ¡silencio!
Me seco una lágrima antes de que se me escape (no
quiero defraudarla, mucho menos ahora), pero se me escapa una risa
que más suena a quejido. Porque duele.
Habéis oído hablar de los miembros fantasma, ¿verdad?
Cuando alguien pierde una mano, o el brazo, o la pierna,
aún pasa un tiempo creyendo que sigue estando ahí, encogiéndose al
pasar cerca de un mueble para no golpearse un codo invisible, o
estirando un muñón hacia la zapatilla al levantarse…
Creo que sucede algo parecido con los corazones
abandonados. Rotos o enteros, eso no importa. Pero lo que molesta
realmente es sentir un vacío donde antes había algo… algo así
como un amor fantasma.
Un amor fantasma en mitad del pecho. A mano izquierda.
Que aprieta, presiona desde dentro como si intentase
salir. Y lo normal, teniendo en cuenta las puñaladas que supone esto
para los pulmones, sería dejarlo correr, liberarnos de ello… pero
no puedo. Me es absoluta e irremisiblemente imposible. Se me
agarrotan los dedos sobre Espronceda. Fundó esperanzas el astuto
viejo, al que no pudimos llevar la contraria tampoco. Se me agarrotan
los ojos sobre la mano, porque por un momento juro que he sentido su
caricia en las venas del dorso… casi oigo su voz susurrando.
“Son de artista, ¿verdad? De músico, quiero decir,
son grandes, pero elegantes, suaves, y tienen callos sólo en las
yemas de los dedos y por las uñas… ay, mi guitarrista de segunda
mano…”
Mi brazo cae, laxo, como si de pronto le hubiesen
colgado un peso de la muñeca. Noto todo mi cuerpo como si de pronto
le hubiesen colgado un peso. Y el amor fantasma vuelve a apretarme en
el pecho, y me cuesta respirar. Incluso se me resbala un suspiro
entre los dientes.
Entre los dientes, porque mis labios ya no son. Eran
suyos, los perdí en una apuesta, y nunca me los devolvió, así que
no tengo derecho a llamarlos así. Decía que también eran de
segunda mano, pero que no me lo tendría muy en cuenta.
Siempre le gustaron las cosas usadas. Se emocionó al
encontrar un libro como Diario de Anna,
tan irrisorio, sólo porque tenía las pastas agrietadas y el lomo
destrozado.
Y las páginas amarillas, de bordes rotos y borrones de
tinta.
“Eso significa que lo han querido mucho, y un libro al
que alguien ha querido siempre es bueno. Aunque sea de segunda mano”.
Creo que lo hacía porque le gustaba imaginarse a
desconocidos. ¿Con qué personaje se sentiría identificado? Tal
vez, quizá, ¿puede que…? Teorizar, claro. También le encantaba
teorizar, sobre cualquier cosa, pero sobretodo abstractos y personas.
Se las imaginaba mientras leía lo mismo que alguien había leído a
lo mejor un par de días atrás. ¿Por qué marcó esta frase?¿Por
qué esta página?¿Por qué lloró aquí…?
¿Por qué lloro aquí?
Ah, lo siento… pero no puedo evitarlo por más tiempo.
Ya te tengo dicho que soy demasiado llorica para ver Los
puentes de Madison contigo, no pretendas
fingirte sorprendida ni ofendida para que me ría, eso ya no te
funciona. No estando tan lejos. No cuando sólo eres un amor
fantasma.
Vale, me río, vale, siempre lo consigues, ¡pero sigo
llorando! No es que hayas mejorado mucho la cosa, ahora lloro incluso
más.
Una voz se preocupa tras de mí, y al girarme veo a
Elena. Inconscientemente vuelvo a estirar la mano hacia los libros,
sin emitir ningún sonido. No hace falta, me entiende, y me abraza,
me reconforta. Su cuello huele a rosas. Maldito seas, Rubén Darío,
tus rosas siempre fueron sus preferidas.
Pero Elena no sabe nada, sólo me coge de la mano y me
sienta junto a ella, tras el mostrador, y va a buscarme un vaso de
agua. Fueron amigas antes incluso de que yo la conociera, en aquel
bar perdido en mitad de la calle ancha.
Acababa de tocar en acústico algunas canciones con un
amigo, cuando ella me atacó por la espalda recriminándome a
Chaouen, e insultando mi desfachatez al cambiar a Paco Ibáñez
cuando tocamos Palabras para Julia. No me salió levantar la ceja y
dar un sorbo de cerveza con aire divertido, como normalmente habría
hecho, sino que me quedé mirándole los ojos y tartamudeé una
disculpa.
Para mi sorpresa, ella se echó a reír, me tomó de la
mano, y ya no me soltó en toda la noche. Ni yo a ella, todo cuanto
pude.
Un tiempo después, nos mudamos al piso (el epicentro
del mundo) y nos convertimos en clientes asiduos de la librería
Lapsus, cuatro
esquinas más allá.
Con gesto abotagado, cojo el vaso de plástico y bebo.
Aunque no es agua precisamente lo que quiero, o necesito.
Algunas personas me miran de reojo y salen,
aparentemente con prisa.
Que miren. Que miren al tipo de la tienda de libros a
distancia prudencial, no vaya a ser que la tristeza sea contagiosa.
Que miren al músico de segunda mano. Al poeta frustrado, que no
llegó ni al cuarto pino (a mano izquierda) porque le daba miedo
enseñar lo que escribía. Al llorica, romántico empedernido con un
amor fantasma aún por el amor que le arrancaron del pecho hacía
sólo dos semanas.
Que miren. No me importa. Me falta algo, y me duele.
Me duele el pecho. A mano izquierda.
1 comentario:
Mío.
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