Aunque arrecie el hastío, me dejo invadir por el silencio.
Es un silencio ensordecedor, de esos que resuenan con ecos de naturaleza, que son silencios únicamente por la ausencia de direccionalidad, no por su cualidad más evidente. Se oyen hojas, pájaros, insectos, se oye el viento y se oyen murmullos de algún coche lejano, ronroneos y el rasgar de ideas sobre el papel.
Me oigo latir y respirar, puedo oír cómo una epifanía va rompiendo su cascarón dentro de mi cabeza sólo para callarse luego, y cómo cruje el calor sobre mi piel.
A lo lejos se oye incluso algún charco pisado, y después lo escucho evaporarse.
Oigo el fruncido de los hilos de mi ropa, el chasquido sordo de una articulación cuando acomodo los dedos, la dilatación e los vasos capilares y hasta la urgencia de mi vello creciendo micrómetro a micrómetro.
Se puede oír la luz coloreando el mundo, si estoy callado suficiente rato.
Y entonces me aburro, tarareo mentalmente, y me odio un poco por romper el silencio con mis pensamientos.
28/10/14
22/10/14
So you never have to go
Hay ratos en que me vuelve la lucidez, pero la acallo deprisa, apurado, sin dejar que cale. Porque sé que, si toca en hueso, podría volar del todo, con billete de vuelta abierta por si gusta de entretenerse en otros lares una temporada.
No me queda más remedio que sumirme en el mutismo, pues, hundirme en él, ahogarme si es preciso, y abstraer toda cordura y reacción hasta nuevo aviso por turbulencias emocionales.
Por seguir alguna línea de pensamiento divergente, miro un árbol por la ventana. Estático, anodino, como un olmo retratado en lírico réquiem, así que aparta la vista de la cristalera y devuelve tu atención a la bulliciosa terminal, así, no fijes tu sentimientos en nada, eso es, piérdete en la marea onírica.
Pasa. Todo pasa. Incluso esto. Que no te tiemble el pulso ahora. No emborrones la tinta, eso es para pusilánimes, tu tinta es la que emborrona a la gente, tu tinta pierde y patetiza, e hipnotiza, hasta idiotiza masas de borrones y cabecitas apresuradas imaginarias que distraen tu lucidez por un momento.
Mierda.
Voló.
No me queda más remedio que sumirme en el mutismo, pues, hundirme en él, ahogarme si es preciso, y abstraer toda cordura y reacción hasta nuevo aviso por turbulencias emocionales.
Por seguir alguna línea de pensamiento divergente, miro un árbol por la ventana. Estático, anodino, como un olmo retratado en lírico réquiem, así que aparta la vista de la cristalera y devuelve tu atención a la bulliciosa terminal, así, no fijes tu sentimientos en nada, eso es, piérdete en la marea onírica.
Pasa. Todo pasa. Incluso esto. Que no te tiemble el pulso ahora. No emborrones la tinta, eso es para pusilánimes, tu tinta es la que emborrona a la gente, tu tinta pierde y patetiza, e hipnotiza, hasta idiotiza masas de borrones y cabecitas apresuradas imaginarias que distraen tu lucidez por un momento.
Mierda.
Voló.
15/10/14
A mano izquierda
Al levantarme, lo mismo de siempre. Pantalones, zapatos,
camisa, cinturón. Con una dejadez algo impropia de mí, quizá, pero
nada extraño. Ofrezco tal vez una imagen un poco tétrica, por la
lentitud y rigidez de mis movimientos y mi mirada perdida (húmeda
las más de las veces), aunque eso son sólo minucias,
insignificancias incapaces de hacer que nadie pierda el sueño.
Un café más amargo de lo habitual en la primera
esquina, justo donde el beso fugaz. Mientras los reflejos de las
ventanas bailan frenéticamente, la gente entrecruza la acera y los
coches lanzan improperios, mis andares se vuelven deambular ebrio de
poeta (siempre he relacionado la embriaguez melancólica con la
poesía, demasiado influenciado por Baudelaire y contemporáneos) y
me acercan inexorablemente al cruce número cuatro desde el piso. No
importa que mi respiración se vuelva pesada, ni el dolor de mi
entrecejo, mis piernas siguen el mismo camino, negándome ir por otro
lado.
Hubo árboles, una vez, y recuerdo vagas alusiones a los
pinos. Todos los árboles son pinos; no hay modo alguno de discutir
con alguien que piensa así.
“El cruce número cuatro debe ser el cuarto pino, a
mano izquierda”. La librería. Lapsus.
Siempre contábamos todo a partir del piso, el epicentro
del mundo.
Me sacudo los pensamientos del blanco y, con pulso
inseguro, empujo la puerta. Elena, la dueña, levanta la vista del
libro que lee parapetada tras la caja registradora y me sonríe
buenos días. Creo responderle con un gesto de cabeza, pero sigo
errando sin saber muy bien adónde, sabiéndolo dolorosamente.
“Es la tercera estantería, a mano izquierda”.
Siempre a mano izquierda. Decía que lo siniestro era “bueeeno”.
Aún no se acababan los ecos en mi cabeza. Títulos empañados de
recuerdos me acosan el rabillo del ojo. ¿Qué es poesía? No había
dado tiempo a resolver la gran cuestión para darle un revés a
Bécquer en el polvo, y decirle “¡Ja! Estabas equivocado”.
Irremediablemente, estiro la mano y acaricio leyendas,
soledades y ángeles… hijos de la ira, o del incorregible
Baudelaire, ¿quién sabe? Todos tenemos una pequeña parte de
Francia con nosotros desde que ese hombre empuñó una pluma por vez
primera. Oh, sí… embriagaos, de vino, de poesía o de virtud, como
gustéis.
Una media sonrisa se deja entrever, y, aunque mi
expresión de opiómano consumado (o al menos así opino que
cualquier observador calificaría la abstracción cuasi babeante en
que me encuentro) pueda dar pie a malinterpretaciones sobre mis
elucubraciones, no me importa. No me importa quedarme ahí, de pie,
eternamente, acariciando los lomos de los libros con tierna
vehemencia (como una estereotipada vieja de los gatos), ni lo que
nadie pueda pensar de mí por ello.
Entonces me escuecen los ojos y recuerdo una de sus
citas favoritas.
“Poema LXIX… a mano izquierda”. No
hay que llorar, ¡silencio!
Me seco una lágrima antes de que se me escape (no
quiero defraudarla, mucho menos ahora), pero se me escapa una risa
que más suena a quejido. Porque duele.
Habéis oído hablar de los miembros fantasma, ¿verdad?
Cuando alguien pierde una mano, o el brazo, o la pierna,
aún pasa un tiempo creyendo que sigue estando ahí, encogiéndose al
pasar cerca de un mueble para no golpearse un codo invisible, o
estirando un muñón hacia la zapatilla al levantarse…
Creo que sucede algo parecido con los corazones
abandonados. Rotos o enteros, eso no importa. Pero lo que molesta
realmente es sentir un vacío donde antes había algo… algo así
como un amor fantasma.
Un amor fantasma en mitad del pecho. A mano izquierda.
Que aprieta, presiona desde dentro como si intentase
salir. Y lo normal, teniendo en cuenta las puñaladas que supone esto
para los pulmones, sería dejarlo correr, liberarnos de ello… pero
no puedo. Me es absoluta e irremisiblemente imposible. Se me
agarrotan los dedos sobre Espronceda. Fundó esperanzas el astuto
viejo, al que no pudimos llevar la contraria tampoco. Se me agarrotan
los ojos sobre la mano, porque por un momento juro que he sentido su
caricia en las venas del dorso… casi oigo su voz susurrando.
“Son de artista, ¿verdad? De músico, quiero decir,
son grandes, pero elegantes, suaves, y tienen callos sólo en las
yemas de los dedos y por las uñas… ay, mi guitarrista de segunda
mano…”
Mi brazo cae, laxo, como si de pronto le hubiesen
colgado un peso de la muñeca. Noto todo mi cuerpo como si de pronto
le hubiesen colgado un peso. Y el amor fantasma vuelve a apretarme en
el pecho, y me cuesta respirar. Incluso se me resbala un suspiro
entre los dientes.
Entre los dientes, porque mis labios ya no son. Eran
suyos, los perdí en una apuesta, y nunca me los devolvió, así que
no tengo derecho a llamarlos así. Decía que también eran de
segunda mano, pero que no me lo tendría muy en cuenta.
Siempre le gustaron las cosas usadas. Se emocionó al
encontrar un libro como Diario de Anna,
tan irrisorio, sólo porque tenía las pastas agrietadas y el lomo
destrozado.
Y las páginas amarillas, de bordes rotos y borrones de
tinta.
“Eso significa que lo han querido mucho, y un libro al
que alguien ha querido siempre es bueno. Aunque sea de segunda mano”.
Creo que lo hacía porque le gustaba imaginarse a
desconocidos. ¿Con qué personaje se sentiría identificado? Tal
vez, quizá, ¿puede que…? Teorizar, claro. También le encantaba
teorizar, sobre cualquier cosa, pero sobretodo abstractos y personas.
Se las imaginaba mientras leía lo mismo que alguien había leído a
lo mejor un par de días atrás. ¿Por qué marcó esta frase?¿Por
qué esta página?¿Por qué lloró aquí…?
¿Por qué lloro aquí?
Ah, lo siento… pero no puedo evitarlo por más tiempo.
Ya te tengo dicho que soy demasiado llorica para ver Los
puentes de Madison contigo, no pretendas
fingirte sorprendida ni ofendida para que me ría, eso ya no te
funciona. No estando tan lejos. No cuando sólo eres un amor
fantasma.
Vale, me río, vale, siempre lo consigues, ¡pero sigo
llorando! No es que hayas mejorado mucho la cosa, ahora lloro incluso
más.
Una voz se preocupa tras de mí, y al girarme veo a
Elena. Inconscientemente vuelvo a estirar la mano hacia los libros,
sin emitir ningún sonido. No hace falta, me entiende, y me abraza,
me reconforta. Su cuello huele a rosas. Maldito seas, Rubén Darío,
tus rosas siempre fueron sus preferidas.
Pero Elena no sabe nada, sólo me coge de la mano y me
sienta junto a ella, tras el mostrador, y va a buscarme un vaso de
agua. Fueron amigas antes incluso de que yo la conociera, en aquel
bar perdido en mitad de la calle ancha.
Acababa de tocar en acústico algunas canciones con un
amigo, cuando ella me atacó por la espalda recriminándome a
Chaouen, e insultando mi desfachatez al cambiar a Paco Ibáñez
cuando tocamos Palabras para Julia. No me salió levantar la ceja y
dar un sorbo de cerveza con aire divertido, como normalmente habría
hecho, sino que me quedé mirándole los ojos y tartamudeé una
disculpa.
Para mi sorpresa, ella se echó a reír, me tomó de la
mano, y ya no me soltó en toda la noche. Ni yo a ella, todo cuanto
pude.
Un tiempo después, nos mudamos al piso (el epicentro
del mundo) y nos convertimos en clientes asiduos de la librería
Lapsus, cuatro
esquinas más allá.
Con gesto abotagado, cojo el vaso de plástico y bebo.
Aunque no es agua precisamente lo que quiero, o necesito.
Algunas personas me miran de reojo y salen,
aparentemente con prisa.
Que miren. Que miren al tipo de la tienda de libros a
distancia prudencial, no vaya a ser que la tristeza sea contagiosa.
Que miren al músico de segunda mano. Al poeta frustrado, que no
llegó ni al cuarto pino (a mano izquierda) porque le daba miedo
enseñar lo que escribía. Al llorica, romántico empedernido con un
amor fantasma aún por el amor que le arrancaron del pecho hacía
sólo dos semanas.
Que miren. No me importa. Me falta algo, y me duele.
Me duele el pecho. A mano izquierda.
25/4/14
Hombres gordos y mujeres
PRÓLOGO
- Los abdominales en los tíos canijos
son como las tetas de las mujeres gordas. No cuentan, vienen de
serie.
Recuerdo que esa fue la frase que lo empezó todo. Estábamos en una
fiesta de empleados del puerto de Hanko, Finlandia, en octubre; y yo
no quería ir, pero mi energúmeno compañero de piso, otro madrileño
atrapado en la tranquila, civilizada y sobretodo feísima patria más
feliz del mundo, insistió, y no sé decir que no más de nueve veces
seguidas. Llamadme blando.Ni siquiera la dije yo, fue un amigo. Por eso me sorprendió que, mientras el grupito de españoles que conocíamos del puerto soltaba una risilla nerviosa y entornaba los ojos con expresiones de desconcierto por el comprensible dilema moral de reírse ante un chiste tan poco apropiado, una mano firme y pequeña me agarrase del hombro para darme la vuelta y, antes de percatarme de quién era la propietaria de tan determinado y hermoso apéndice, su gemela derecha me cruzase la cara de un bofetón que me hizo ver luces de colores en el fondo de mis párpados cerrados durante unos instantes.
- ¡Serás cabrón, gordo machista
hijodelagranputa! - dijo así, todo seguido, con tono de indignada.
Aún no me había
repuesto de mi propia (y, por otra parte, totalmente justificada)
indignación cuando la mujercilla bajita y pelirroja dueña de ambas
extremidades se dio la vuelta con un latigazo de sus rojizos rizos en
mi mejilla y empezó a caminar con el aire ofendido y altanero de los
que acaban de vengar una de esas pequeñas
crueldades del mundo, como un justiciero enmascarado que evita que
una avispa pique a un niño en un parque y luego posa como un héroe
de cómic para luego intentar desaparecer entre los arbustos y caerse
estrepitosamente sobre una inoportuna papelera de la que no se había
percatado e impide su salida triunfal y misteriosa. En fin, que no le
vi la cara, y la confusión unida al estupor de que me hubieran
dejado con la palabra en la boca unidas en una estruendosa cacofonía
en el interior de mi cráneo me hicieron boquear varias veces, pero
para cuando pude recomponer mentalmente la escena y constatar que sí,
que me habían dado una bofetada, insultado y luego impedido
cualquier tipo de respuesta ingeniosa o violenta, la maraña de rizos
había desaparecido. Me molestó más el hecho de que no me dejaran
explayar verbalmente mi ofensa, más que el bofetón en sí. Era una
enorme falta de respeto hacia mis exquisitas capacidades verbales.
Entonces
Gonzalo, creador del inapropiado exabrupto que provocó la
desagradable escena, se me acercó por detrás, buscando con una
mirada de conejillo asustado por encima de mi hombro a la mala bruja
que me había atacado a traición, como si fuese a salir de detrás
del señor mayor con peluquín que se tambaleaba alcoholizado
alrededor de una jovencita nerviosa como un buitre ante un cadáver,
o del larguilucho camarero con pajarita y un muy serio problema de
sobreacné adolescente... bueno, pues que se acercó por detrás,
acojonado, y lo arregló.
-
Joder, parece que alguien
está en esos días del mes.
Bueno,
y así la conocí. Admito que incluso deseaba un poco que ella
volviera a aparecer para abofetearme por el nuevo comentario tan
falto de sensibilidad ideado por aquél esperpento de ser humano que
tenía al lado, al menos para tener la posibilidad de sorprenderla
con mi más que excelente capacidad de argumentación y retórica.
Incluso tenía el discurso de defensa preparado, con las
connotaciones no verbales justas y medidas en mi mente, ni más ni
menos que lo que se me debería haber permitido hacer en el primer
contacto. Pensaba hinchar los pulmones, levantar la barbilla, alzar
el brazo en gesto ejecutor, erectar el dedo índice, máxime atributo
acusador, en dirección a Gonzalo, y exclamar con mi imponente y
poderosa voz de barítono “¡ha sido él!”. Impresionante,
¿verdad?
Pero
no pude hacerlo. Más tarde le explicaría todo esto a ella, y me
miraría con escepticismo y levantaría la ceja mientras se cruzaba
de brazos con ese gesto tan suyo, pero las cosas hay que contarlas
ordenadas y bien, o mejor no contarlas.
En
fin, os preguntaréis qué coño hacía yo en una fiesta portuaria en
Finlandia. Pues veréis, todo empezó...
Ver de verdad
Recuerdo cómo era ver de verdad. No mirar, no juzgar, no intentar desentrañar enigmas, dobles significados ni simbolismos, no recordar relaciones, no obviar lo que tengo delante. Sólo ver.
Una vez vi una chica hermosa. Aún era una niña, no tendría ni quince años, el pelo apenas le llegaba a los hombros, tenía la boca pequeña y la mirada muy fija, de esas que incomodan o enamoran, depende del objetivo. La vi allí, de pie, con los labios apretados y las manos en los bolsillos, el porte arrogante y egoísta de la juventud, esa sensación de inmortalidad omnisciente que es como un aura alrededor de algunos adolescentes que, en el fondo, se atiborran a solas de inseguridades que funcionan como una endeble argamasa para cimentar el orgullo y la confianza que perciben los que sólo miran por encima, los que no ven de verdad. La vi. Y era hermosa.
Vi mil puestas de sol. Eran siempre la misma, cambiante, observada desde distintos ángulos, teñida con distintos matices, enmarcada en unas pupilas que la subyugaban al tremor interno de mi propia trivialidad. Pensaba que se vestía de rojos y amarillos para mí, y siempre iba a verla y le escribía cartas tomando café. La vi consolándome, retándome, burlándose, enamorándome. Me devolvía la mirada de reojo, y se iba sin despedirse siempre, mientras escribía. Se fue mil veces. Hace tiempo que no la veo.
Nunca creo haberme visto a mí mismo. No de verdad. No así. Sin mirarme, sin juzgarme, sin creer que lo sé todo de mí mismo, que soy un libro abierto sólo por y para mí. Me gustaba explicarme, sin darme cuenta de lo poco que sé del tipo que me devuelve las miradas desde el espejo, sin preguntarme si él me está viendo también. Creo que si me hubiese visto, me habría asustado. Es sólo una sensación que tengo, no sé por qué.
No sé si puedo ver. No otra vez, no como antes. No de verdad.
Una vez vi una chica hermosa. Aún era una niña, no tendría ni quince años, el pelo apenas le llegaba a los hombros, tenía la boca pequeña y la mirada muy fija, de esas que incomodan o enamoran, depende del objetivo. La vi allí, de pie, con los labios apretados y las manos en los bolsillos, el porte arrogante y egoísta de la juventud, esa sensación de inmortalidad omnisciente que es como un aura alrededor de algunos adolescentes que, en el fondo, se atiborran a solas de inseguridades que funcionan como una endeble argamasa para cimentar el orgullo y la confianza que perciben los que sólo miran por encima, los que no ven de verdad. La vi. Y era hermosa.
Vi mil puestas de sol. Eran siempre la misma, cambiante, observada desde distintos ángulos, teñida con distintos matices, enmarcada en unas pupilas que la subyugaban al tremor interno de mi propia trivialidad. Pensaba que se vestía de rojos y amarillos para mí, y siempre iba a verla y le escribía cartas tomando café. La vi consolándome, retándome, burlándose, enamorándome. Me devolvía la mirada de reojo, y se iba sin despedirse siempre, mientras escribía. Se fue mil veces. Hace tiempo que no la veo.
Nunca creo haberme visto a mí mismo. No de verdad. No así. Sin mirarme, sin juzgarme, sin creer que lo sé todo de mí mismo, que soy un libro abierto sólo por y para mí. Me gustaba explicarme, sin darme cuenta de lo poco que sé del tipo que me devuelve las miradas desde el espejo, sin preguntarme si él me está viendo también. Creo que si me hubiese visto, me habría asustado. Es sólo una sensación que tengo, no sé por qué.
No sé si puedo ver. No otra vez, no como antes. No de verdad.
16/2/14
Despertar gritando
Anoche soñé que se me rompía un póster, mi madre hacía yo no sé qué y yo gritaba. Y seguía gritando hasta que me desperté. Y entonces me puse las bragas.
Agradecimientos: Ella.
Agradecimientos: Ella.
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