22/5/09

Entre las cenizas del recuerdo II

A veces, el amanecer despierta entre ronroneos y caricias, desperezándose con cuidado de no rozar la noche para que pueda descansar tranquila, estirando con adormecida lentitud y recién adquirido cuidado reverberantes nubes de mortecino color. En el vagar de las olas o el suave suspirar de la tierra, sobre escaleras y cieno o árboles y arena… tiñendo de ámbar y lila el horizonte.
Otras veces, sin embargo, su despertar es brusco, repentino, como el de un niño acosado por pesadillas, y entonces su inquietud golpea la oscuridad como un puño cerrado, sin suavidad ni cuidado alguno. Su respiración agitada remueve los cielos, y su frío sudor baña el viento, manchando de un gris sucio y resquebrajado de blanco la mañana.
El escritor lo sabía, lo había adivinado tras muchos cigarrillos de madrugada, y lo había llamado en su fuero interno “el atávico ciclo”.
Había copiado el gusto por la palabra “atávico” de una vieja amiga cuyo nombre se le escapaba entre los dedos por la culpabilidad, por no haber seguido en contacto, o algo parecido.
Aquella otra mañana, como muchas antes, era una de esas bruscas y repentinas.
Tiró el cigarro a medias, con una mueca resignada, consciente de que le esperaba un día amargo. No paró en la cafetería de abajo, notando ya en la boca el sabor a ceniza y café, a inspiración despechada y ajenidad.
Simplemente continuó caminando sin esperar ni encontrar nada, sin buscar tampoco; bueno, quizás un pequeño resquicio de mundo que no le mostrase que la melancolía, por inútil que fuese, seguía ahí. Añoraba esos días en los que no añoraba nada. Maldijo entre dientes por la redundancia, y sonrió agriamente por la ironía.
Los coches que pasaban por la calle aquel día parecían nuevos, recién lavados todos ellos, brillante el metal de la chapa y reflexivos los cristales. ¿Podrá un cristal, o un espejo, realmente reflexionar? Se preguntó sin prestar demasiada atención a lo que pensaba. ¿Y qué pensará un espejo?¿”Ojalá fuese más guapa ésta que se mira cada mañana”?¿”Quítate ya ese maldito bigote, ¿no ves que no te queda bien?”? Tenían que ser superficiales, por fuerza. Habían sido hechos para serlo.
Los cristales ya eran otra cosa. Dejaban pasar la luz (la mayor parte del tiempo), y observaban todo desde dos perspectivas, dentro y fuera. ¿Dónde estaba dentro, y dónde fuera? Para ellos no supondrá tanta diferencia, ¿no?
Volvió a maldecir entre dientes. Había llegado a un callejón sin salida, y no era una metáfora de sus infructuosas cavilaciones que ni intentaba responder (que también). Al dar media vuelta, se descubrió en una zona bastante alejada de la ciudad, donde la mañana, al parecer, ya había superado su mal despertar.
Y allí, acodado en un alféizar, vio a un joven de aspecto cansado y abatido. Su postura y expresión no parecían las típicas en una persona de su edad, que, por definición, suelen ser joviales. Al escritor se le antojó autocompasivo, y ahogó una nueva carcajada agria, pensando en espejos y reflexiones inútiles. Y melancolía.
Se apoyó en una parada de autobús, fingiendo esperar y espiando por el rabillo del ojo al chico de mirada acuosa. Oh, sí, melancolía y autocompasión, sin duda, todos los signos inequívocos. Semblante perdido en pensamientos o sentimientos malheridos, ceño fruncido en gesto de incredulidad, lagrimales gritando con inminencia, flojera en todo el cuerpo, manos temblorosas…
O a lo mejor estaba enfermo.
De pronto, sonó un timbre absurdo desde el bolsillo de su objeto de estudio, que, con la faz iluminada, sacó uno de esos móviles enanos de última generación, pero la esperanza murió en cuanto tuvo la pequeña pantalla ante sus ojos.
Desamor, aventuró con seguridad el escritor. No era ella.
El autobús llegó, y, para no seguir parado allí y revelar su escrutinio, subió, maldiciendo entre dientes. Se sentía cruel, pero algo mejor, a pesar de todo. Notó de nuevo ese sabor amargo, de despertar brusco, pero lo ignoró deliberadamente, fingiendo que tampoco paladeaba esas cenizas del recuerdo, esa añoranza, aunque fuese sólo unos instantes. A ratos, gustaba eso de contemplar a otro más desdichado y patético que uno mismo.



"Nadie recuerda un invierno tan frío como éste.
Las calles de la ciudad son láminas de hielo.
Las ramas de los árboles están envueltas en fundas de hielo.
Las estrellas tan altas son destellos de hielo.
Helado está también mi corazón,
pero no fue en invierno.
Mi amiga,
mi dulce amiga,
aquella que me amaba,
me dice que ha dejado de quererme.
No recuerdo un invierno tan frío como éste.
" Ángel González



"CREPÚSCULO, ALBUQUERQUE, INVIERNO
No fue un sueño,
lo vi:
La nieve ardía.
" Ángel González

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