Somos un mundo en nosotros mismos. Las biosferas de nuestra
consciencia mantienen un precario, semioculto pero cierto equilibrio con las
subjetivas características metafísicas de nuestra personalidad, y las
circunstanciales de nuestro entorno, y todo lo que es “yo” está regido por las
firmes y aún casi desconocidas leyes físicas del sentimiento.
Conocerla apenas supuso un pequeño lapso de mi tiempo. Nos
presentaron en la cafetería Cervantes, de la Rua Mayor de Salamanca, en una
suerte de tertulia literaria de profundidad más bien escasa, y conocimientos
aún más parcos. Fue un amigo común, como suele suceder, quien nos incitó al
rito ancestral de estrecharse la mano y dar un beso cortés a unos centímetros
de la mejilla del otro. Algún segundón en mi camino que conocí lo que me
pareció un largo tiempo (probablemente por la relatividad) pero cuyo nombre soy
incapaz de recordar ahora mismo, y que se dedicaba a la enseñanza forzosa
gratuita, que no es más que otra forma de decir que era un insufrible sabelotodo,
y, ocasionalmente, al exhibicionismo social.
Siempre tomábamos café con hielo o coñac al empezar la
tarde, ocupando inicialmente un breve rincón para acabar apropiándonos del sonido
ambiente y aire respirable de medio local, al ir llegando en sucesión casi
matemática el resto de contertulios.
Las paredes tenían papel pintado con extractos de El
Quijote, Rincón y Cortadillo, o alguna escena teatral de obras que hace tiempo
que no releo; de los techos, que eran dos y separados por un saliente de casi
dos metros, colgaban unas estrafalarias lámparas de araña de imitación que
pretendían ser de época, vulgares como la vida misma, y en las columnas
románicas que dividían las salas había faroles de hierro justo a la altura de
la coronilla de una persona de estatura media.
En realidad, el café era normalito, y la carta de tés más
bien pobre, pero había una enorme estantería llena de libros que olían bien, y
la rinconera era la más cómoda de cuantas me he encontrado en locales públicos
en los últimos años.
Como dije, conocerla apenas supuso un instante. Hola,
encantado, y a los tres segundos me costaba recordar su nombre.
Cambié el café por dulce ron, porque anochecía fuera, y noté
que, en los cuartos de hora que me había abstraído de la conversación para darle
vueltas a una historia que se me escapaba entre las ideas, el nivel intelectual
de la mesa parecía haberse elevado exponencialmente.
No me sorprendió tanto como esperaba que ella fuese la
causa. A pesar de mi innominado amigo, monopolizaba atención y conversación,
explicando entre encantadores trastabilleos la poesía implícita en la música de
algunos cantautores desconocidos.
No sé cuántas horas pasamos intercambiando lecturas
subjetivas porque todos iniciaron otra conversación aparte, y, aunque se nos
echó encima el cierre del local poco después de medianoche, el principio, como
todos los buenos principios, me cautivó tanto que perdí el sentido del tiempo.
Después, seguimos gesticulando ansiosamente entre las
frases, caminando por el casco antiguo hasta la catedral, y el museo,
descubriendo el jardín de Calisto y Melibea cerrado, y más tarde bajando hasta
el puente, por la parte adoquinada (no la asfaltada, por riesgo de romper la
cadencia del momento).
Ni siquiera me di cuenta de cuándo dejamos de hablar de las
bellas artes para pasar a temas filosóficos, y después a actualidades, y más
tarde a cosas mundanas. Fue como uno de esos hilos argumentales que se van
tejiendo solos y expandiéndose hasta formar todo un telar en el que puedes vislumbrar
una forma, un dibujo incluso, que te da una idea del personaje con el que estás
tratando sin explicártelo directamente.
Se nos hizo de día, con prisas, de sorpresa, y nos encontré
abrazados tan prietamente que mis labios buscaron los suyos sin querer, porque
no quería de verdad que se callase.
Yo aún no deseaba que se me llevasen mis responsabilidades,
pero me despedí efusivamente mientras daba vueltas a cada recodo de nuestras
palabras, buscándoles una vuelta más, sonriendo a menudo por fragmentos
especialmente lúcidos y evocadores.
Más tarde descubrí la proximidad que en realidad
compartíamos, y, revisando mi memoria, me di cuenta de que no todo fue tan
rápido como me lo pareció. Tardé más de la cuenta en notar su presencia a la
mesa, obcecado en mí mismo y en otras voces menos bellas pero más ruidosas, o
misteriosas, o exóticas. Perdí mucho tiempo en no verla. En no buscarla. En no
pensarla. Todo lo que invertí en hacer lo contrario, lo perdí también.
Hay dos mundos de distancia entre nosotros, las leyes han
dejado de ser suficiente para explicarnos. Y esos dos mundos de distancia
parecen tan insalvables a esta corta escala humana como en el sentido literal
de la expresión.