29/9/10

Sonriendo

Era una noche fría, gélida, de esas que hacen pensar en playas cálidas de lugares más benignos, en la arena blanca y el azul cristalino del agua tibia, en el reconfortante brillo del sol colándose entre las hojas de una palmera, en anuncios de verano y viajes irrealizables.
Pero esos pensamientos se le desvanecían rápido de la mente, tras el primer castañeo y el segundo o tercer temblor que se le extendía por el cuerpo y le ponía los vellos de punta. Entonces, sonreía, y miraba de lejos la ventana, inclinada por la perspectiva que ofrecía la cama, y la luz blanquecina que se insinuaba tras las viejas cortinas le parecía tan buen o mejor elixir que la imagen de unos rayos de luz sobre una playa que quemaba los pies.
Soñaba, aún entumecido entre oleadas de cansancio, que le envolvían el crujido de madera anciana y el susurro de unas hojas en el exterior. Que la noche silbaba por el resquicio de la puerta, prometedora, y que unos labios a su espalda despertaban con él, le besaban la nuca y susurraban “¿qué pasa?” con voz somnolienta.
No tardaba en despejarse e incorporarse, solo, en una cama individual ruidosa y con un colchón demasiado blando para su gusto. Buscaba infructuosamente las zapatillas sin levantarse de la cama, para acabar dándose por vencido y aceptar que, de nuevo, se tomaría el café descalzo. No andaba sobre madera, ni las paredes eran de madera, ni sonía el crujido de la madera. Tal vez unas hojas susurrasen en el exterior de la ventana de alguien que viviese un par de calles más abajo, junto al East Meadow Park, pero dudaba que ni siquiera esa persona las escuchase, oyéndose como se oían los coches pasando bajo su ventana. Y eso que él vivía en un quinto piso.
Envuelto en una bata azul demasiado fina para aquel clima tan inclemente, enfilaba el pasillo con cuidado de no hacer ruido, de no despertar a su tempestivo compañero, y se preparaba un café.
Sonreía.
No estaba en una playa caribeña, pero no le apetecía. Y aunque aún no había llegado al hogar que pretendía tener, estaba un paso más cerca.
Contempló maravillado las dos manzanas que se veían desde las ventanas del salón de su humilde quinto piso, aún a oscuras y recortados contra un cielo negro, con un par de luces, abyectas e insomnes, encendidas contra todo pronóstico. Pero eso no importaba. Nada le importaba ahora.
Había dejado atrás toda una vida. Él prefería pensar que algún día volvería a España, a ver a toda esa gente a la que tanto quería, y que más adelante podrían visitarse mutuamente, pero ni su familia ni la mujer que se quedaban allí opinaban lo mismo. Al final, sus padres acabaron pidiéndole que llamase a menudo, y le dijeron todas esas cosas tan tópicas y ciertas sobre abrigarse, comer, y volver a casa al menor indicio de problemas.
Ella no soportó estar a su lado hasta el final. Un mes antes de irse a vivir a Edimburgo, ya lo había abandonado.
Tal vez tuviese razón, y había sido egoísta por querer irse de pronto, por no pensar en que ella también tenía familia, que tenía trabajo. Él intentó convencerla de mantener la relación a distancia.
Pero le había tenido que pedir perdón tantas veces y por tantas cosas que no consideraba dignas de mención, que desistió antes incluso que ella.
Y allí estaba. Trabajando en una simple editorial corrigiendo erratas y organizando archivos, pero allí. Sólo había publicado un pequeño libro de relatos en sus veinticinco años de vida, y algún que otro artículo en periódicos de poca monta. Concursos de literatura, trabajos basura, siempre intentando ir poco a poco más allá... pero la poca competitividad y la crisis no le permitían escalar en un mundo editorial más que deficiente.
Ni siquiera había logrado terminar la carrera. No porque se hubiese rendido, porque él pensaba volver a estudiar algún día, cuando se hubiese asentado todo, pero los demás sí que lo miraban como alguien que se había dado por vencido.
Cuando respondieron a uno de sus correos, que ya había olvidado, diciéndole que sí que haría falta un ayudante editorial en el departamento de traducciones de una pequeña editorial en escocia (aunque aclarando que sólo con un contrato temporal), casi lloró de alegría. Porque su sueño era vivir en una casa de madera en la campiña escocesa.
Eso le recordó que eran las cinco de la mañana y que aún le quedaban cuatro horas para entrar a trabajar, pero sería su primer día... y no se sentía capaz de dormir más.
Y allí estaba.
Sin un trabajo fijo, viviendo con un inmigrante, sin estudios universitarios, completamente solo en un país nuevo donde aún no sabía qué encontraría, combatiendo el frío con una taza de café vomitivo y mirando fachadas de edificios grises a oscuras en su primera noche en Edimburgo.
Pero sonriendo.

Por fin he recordado qué se siente... ¡y nada menos que en la entrada número 100 del blog!... Joder... me tiemblan las manos y no se me quita la sonrisa de los labios. Parezco un niñato al que acaban de quitarle la virginidad.

4 comentarios:

Gaia Moridin dijo...

Por fin nosotros (meto el plural con la esperanza de no ser la única) hemos recordado que se siente. Ya era hora de que posteases, joder, que nos tenías en sequía XD.

Me alegra que hayas vuelto, y con la entrada número cien, mis enhorabuenas.

Jorge Andreu dijo...

Me gusta mucho el ambiente. Pero sobre todo, ese "y allí estaba" que repites dos veces antes de cerrar el texto. Felicidades.

Un abrazo.

Jorge Andreu

Ella dijo...

Echaba muchísimo de menos leerte.
Me gusta Escocia.

Jolene Aims dijo...

Vida real en una dimensión paralela?
^^. Te recuerdo que no me diste aquella primicia de la que me hablabas, una vez recobrada la sensación de inspiración talentosa exijo una satisfacción! :D