26/6/12

Viejo amigo

Hacía tanto que no iba allí que se sorprendió de todo. No tenía polvo la última vez que estuvo, y, sin embargo, ahora se levantaban pequeñas nubecitas que envolvían sus pies a cada paso. La cerradura le costó de forzar, porque se había oxidado, como alguna de sus herramientas, y su habilidad para usarlas. Por unos instantes temió que se romperían, impidiéndole volver a entrar. En un principio, bajo la pátina opaca de polvo que cubría todo, no reconoció los muebles, ni las paredes, ni siquiera la disposición del lugar. Pero, poco a poco, lo vio todo claro. Todo encajaba, con una sensación familiar de calidez que le llenaba el pecho hasta la espalda. ¿Cómo podía no haber reconocido esa mesa, o esa alfombra, o esa grieta en la esquina superior derecha del cuarto de baño de detrás del despacho? Tal vez era su mente, que ya le jugaba malas pasadas, aunque todo eso le daba bastante igual, eran más bien bromas que tenía él consigo mismo y sólo entendían ellos. Allí, por fin, el eco de sus sonrisas no se escapaba por los resquicios. Todo era acogedor y nuevo a la vez. Todo estaba bien. Nada había cambiado de sitio ni pensamiento. La sensación de extrañeza al entrar sólo se debía, probablemente, a que lo que sí que había cambiado era su percepción. Pero, como él ya sabía tan bien, pretender no cambiar nunca es tan fútil como abrir una cerradura oxidada con ganzúas viejas y dedos torpes. Por eso sonrió, meneando la cabeza con añoranza, dejó caer el enorme candado de la verja, levantando la vista hasta más allá del tejado de la vieja casa abandonada, donde tantas veces había escapado, donde tanto consuelo encontró tiempo atrás, y dio media vuelta.

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