28/10/14

Romper el silencio

Aunque arrecie el hastío, me dejo invadir por el silencio.

Es un silencio ensordecedor, de esos que resuenan con ecos de naturaleza, que son silencios únicamente por la ausencia de direccionalidad, no por su cualidad más evidente. Se oyen hojas, pájaros, insectos, se oye el viento y se oyen murmullos de algún coche lejano, ronroneos y el rasgar de ideas sobre el papel.

Me oigo latir y respirar, puedo oír cómo una epifanía va rompiendo su cascarón dentro de mi cabeza sólo para callarse luego, y cómo cruje el calor sobre mi piel.

A lo lejos se oye incluso algún charco pisado, y después lo escucho evaporarse.

Oigo el fruncido de los hilos de mi ropa, el chasquido sordo de una articulación cuando acomodo los dedos, la dilatación e los vasos capilares y hasta la urgencia de mi vello creciendo micrómetro a micrómetro.

Se puede oír la luz coloreando el mundo, si estoy callado suficiente rato.

Y entonces me aburro, tarareo mentalmente, y me odio un poco por romper el silencio con mis pensamientos.

22/10/14

So you never have to go

Hay ratos en que me vuelve la lucidez, pero la acallo deprisa, apurado, sin dejar que cale. Porque sé que, si toca en hueso, podría volar del todo, con billete de vuelta abierta por si gusta de entretenerse en otros lares una temporada.
No me queda más remedio que sumirme en el mutismo, pues, hundirme en él, ahogarme si es preciso, y abstraer toda cordura y reacción hasta nuevo aviso por turbulencias emocionales.
Por seguir alguna línea de pensamiento divergente, miro un árbol por la ventana. Estático, anodino, como un olmo retratado en lírico réquiem, así que aparta la vista de la cristalera y devuelve tu atención a la bulliciosa terminal, así, no fijes tu sentimientos en nada, eso es, piérdete en la marea onírica.
Pasa. Todo pasa. Incluso esto. Que no te tiemble el pulso ahora. No emborrones la tinta, eso es para pusilánimes, tu tinta es la que emborrona a la gente, tu tinta pierde y patetiza, e hipnotiza, hasta idiotiza masas de borrones y cabecitas apresuradas imaginarias que distraen tu lucidez por un momento.
Mierda.
Voló.

15/10/14

A mano izquierda

Al levantarme, lo mismo de siempre. Pantalones, zapatos, camisa, cinturón. Con una dejadez algo impropia de mí, quizá, pero nada extraño. Ofrezco tal vez una imagen un poco tétrica, por la lentitud y rigidez de mis movimientos y mi mirada perdida (húmeda las más de las veces), aunque eso son sólo minucias, insignificancias incapaces de hacer que nadie pierda el sueño.
Un café más amargo de lo habitual en la primera esquina, justo donde el beso fugaz. Mientras los reflejos de las ventanas bailan frenéticamente, la gente entrecruza la acera y los coches lanzan improperios, mis andares se vuelven deambular ebrio de poeta (siempre he relacionado la embriaguez melancólica con la poesía, demasiado influenciado por Baudelaire y contemporáneos) y me acercan inexorablemente al cruce número cuatro desde el piso. No importa que mi respiración se vuelva pesada, ni el dolor de mi entrecejo, mis piernas siguen el mismo camino, negándome ir por otro lado.
Hubo árboles, una vez, y recuerdo vagas alusiones a los pinos. Todos los árboles son pinos; no hay modo alguno de discutir con alguien que piensa así.
El cruce número cuatro debe ser el cuarto pino, a mano izquierda”. La librería. Lapsus.
Siempre contábamos todo a partir del piso, el epicentro del mundo.
Me sacudo los pensamientos del blanco y, con pulso inseguro, empujo la puerta. Elena, la dueña, levanta la vista del libro que lee parapetada tras la caja registradora y me sonríe buenos días. Creo responderle con un gesto de cabeza, pero sigo errando sin saber muy bien adónde, sabiéndolo dolorosamente.
Es la tercera estantería, a mano izquierda”. Siempre a mano izquierda. Decía que lo siniestro era “bueeeno”. Aún no se acababan los ecos en mi cabeza. Títulos empañados de recuerdos me acosan el rabillo del ojo. ¿Qué es poesía? No había dado tiempo a resolver la gran cuestión para darle un revés a Bécquer en el polvo, y decirle “¡Ja! Estabas equivocado”.
Irremediablemente, estiro la mano y acaricio leyendas, soledades y ángeles… hijos de la ira, o del incorregible Baudelaire, ¿quién sabe? Todos tenemos una pequeña parte de Francia con nosotros desde que ese hombre empuñó una pluma por vez primera. Oh, sí… embriagaos, de vino, de poesía o de virtud, como gustéis.
Una media sonrisa se deja entrever, y, aunque mi expresión de opiómano consumado (o al menos así opino que cualquier observador calificaría la abstracción cuasi babeante en que me encuentro) pueda dar pie a malinterpretaciones sobre mis elucubraciones, no me importa. No me importa quedarme ahí, de pie, eternamente, acariciando los lomos de los libros con tierna vehemencia (como una estereotipada vieja de los gatos), ni lo que nadie pueda pensar de mí por ello.
Entonces me escuecen los ojos y recuerdo una de sus citas favoritas.
Poema LXIX… a mano izquierda”. No hay que llorar, ¡silencio!
Me seco una lágrima antes de que se me escape (no quiero defraudarla, mucho menos ahora), pero se me escapa una risa que más suena a quejido. Porque duele.
Habéis oído hablar de los miembros fantasma, ¿verdad?
Cuando alguien pierde una mano, o el brazo, o la pierna, aún pasa un tiempo creyendo que sigue estando ahí, encogiéndose al pasar cerca de un mueble para no golpearse un codo invisible, o estirando un muñón hacia la zapatilla al levantarse…
Creo que sucede algo parecido con los corazones abandonados. Rotos o enteros, eso no importa. Pero lo que molesta realmente es sentir un vacío donde antes había algo… algo así como un amor fantasma.
Un amor fantasma en mitad del pecho. A mano izquierda.
Que aprieta, presiona desde dentro como si intentase salir. Y lo normal, teniendo en cuenta las puñaladas que supone esto para los pulmones, sería dejarlo correr, liberarnos de ello… pero no puedo. Me es absoluta e irremisiblemente imposible. Se me agarrotan los dedos sobre Espronceda. Fundó esperanzas el astuto viejo, al que no pudimos llevar la contraria tampoco. Se me agarrotan los ojos sobre la mano, porque por un momento juro que he sentido su caricia en las venas del dorso… casi oigo su voz susurrando.
Son de artista, ¿verdad? De músico, quiero decir, son grandes, pero elegantes, suaves, y tienen callos sólo en las yemas de los dedos y por las uñas… ay, mi guitarrista de segunda mano…”
Mi brazo cae, laxo, como si de pronto le hubiesen colgado un peso de la muñeca. Noto todo mi cuerpo como si de pronto le hubiesen colgado un peso. Y el amor fantasma vuelve a apretarme en el pecho, y me cuesta respirar. Incluso se me resbala un suspiro entre los dientes.
Entre los dientes, porque mis labios ya no son. Eran suyos, los perdí en una apuesta, y nunca me los devolvió, así que no tengo derecho a llamarlos así. Decía que también eran de segunda mano, pero que no me lo tendría muy en cuenta.
Siempre le gustaron las cosas usadas. Se emocionó al encontrar un libro como Diario de Anna, tan irrisorio, sólo porque tenía las pastas agrietadas y el lomo destrozado.
Y las páginas amarillas, de bordes rotos y borrones de tinta.
Eso significa que lo han querido mucho, y un libro al que alguien ha querido siempre es bueno. Aunque sea de segunda mano”.
Creo que lo hacía porque le gustaba imaginarse a desconocidos. ¿Con qué personaje se sentiría identificado? Tal vez, quizá, ¿puede que…? Teorizar, claro. También le encantaba teorizar, sobre cualquier cosa, pero sobretodo abstractos y personas. Se las imaginaba mientras leía lo mismo que alguien había leído a lo mejor un par de días atrás. ¿Por qué marcó esta frase?¿Por qué esta página?¿Por qué lloró aquí…?
¿Por qué lloro aquí?
Ah, lo siento… pero no puedo evitarlo por más tiempo. Ya te tengo dicho que soy demasiado llorica para ver Los puentes de Madison contigo, no pretendas fingirte sorprendida ni ofendida para que me ría, eso ya no te funciona. No estando tan lejos. No cuando sólo eres un amor fantasma.
Vale, me río, vale, siempre lo consigues, ¡pero sigo llorando! No es que hayas mejorado mucho la cosa, ahora lloro incluso más.
Una voz se preocupa tras de mí, y al girarme veo a Elena. Inconscientemente vuelvo a estirar la mano hacia los libros, sin emitir ningún sonido. No hace falta, me entiende, y me abraza, me reconforta. Su cuello huele a rosas. Maldito seas, Rubén Darío, tus rosas siempre fueron sus preferidas.
Pero Elena no sabe nada, sólo me coge de la mano y me sienta junto a ella, tras el mostrador, y va a buscarme un vaso de agua. Fueron amigas antes incluso de que yo la conociera, en aquel bar perdido en mitad de la calle ancha.
Acababa de tocar en acústico algunas canciones con un amigo, cuando ella me atacó por la espalda recriminándome a Chaouen, e insultando mi desfachatez al cambiar a Paco Ibáñez cuando tocamos Palabras para Julia. No me salió levantar la ceja y dar un sorbo de cerveza con aire divertido, como normalmente habría hecho, sino que me quedé mirándole los ojos y tartamudeé una disculpa.
Para mi sorpresa, ella se echó a reír, me tomó de la mano, y ya no me soltó en toda la noche. Ni yo a ella, todo cuanto pude.
Un tiempo después, nos mudamos al piso (el epicentro del mundo) y nos convertimos en clientes asiduos de la librería Lapsus, cuatro esquinas más allá.
Con gesto abotagado, cojo el vaso de plástico y bebo. Aunque no es agua precisamente lo que quiero, o necesito.
Algunas personas me miran de reojo y salen, aparentemente con prisa.
Que miren. Que miren al tipo de la tienda de libros a distancia prudencial, no vaya a ser que la tristeza sea contagiosa. Que miren al músico de segunda mano. Al poeta frustrado, que no llegó ni al cuarto pino (a mano izquierda) porque le daba miedo enseñar lo que escribía. Al llorica, romántico empedernido con un amor fantasma aún por el amor que le arrancaron del pecho hacía sólo dos semanas.
Que miren. No me importa. Me falta algo, y me duele.

Me duele el pecho. A mano izquierda.