27/3/09

Un principio V

Golpeaba con fuerza el suelo, marcando sus huellas en el mojado asfalto por instantes, apenas un parpadeo antes de que la lluvia las desposeyese de forma. Su carrera no se debía al torrencial, sino a la desesperación. Hacía días que se sentaba a su escritorio, frente al cuaderno, intentando desentrañar lo que él mismo había escrito, intentando continuarlo, sin éxito. Los lienzos en blanco alineados en la pared en una vana tentativa de pintar algo que le rodeaban le producían un escozor en la nuca, como de sentirse observado, aunque era del todo incapaz de precisar por quién.
¿Ella?
No la había visto desde entonces. La había buscado en todos los rincones donde solía instarlo a ir, en todas las librerías de la ciudad, en todas las galerías de arte, sin esperanza de encontrarla. Ella sabía cómo no ser encontrada.
Incluso había visitado a un par de artistas, que, como él, padecían un bloqueo, aunque desde hacía más tiempo, pues, mientras estuvo con ella, era el único capaz de continuar con su obra. Al descubrir el motivo de su visita, ambos se habían enfurecido, al principio, y después consternado, sólo para acabar, con lágrimas en los ojos, suplicándole que le dijese que la necesitaban.
Aunque supiese dónde estaba, no lo haría, había descubierto en lo más profundo de su ser un ansia de tenerla a su lado, casi hambre, que, en su presencia, ignoraba. Se había confiado demasiado.
Había dejado de ser el protagonista de su propia historia desde el mismo momento en que ella desapareció.
Ella. ¿Quién era ella?
Por lo que recordaba, había llegado a la conclusión de que no era la Imaginación, como creía, y como ella había dejado entrever, aunque no era capaz de definir cómo había llegado a pensarlo. No había otra explicación para esta sensación de vacío, de no tener nada que transmitir, cuando empuñaba un pincel o un bolígrafo ante un lienzo o papel en blanco. Sólo había dolor, un dolor repentino e inexacto. Y no sabía expresarlo.
Se sintió egoísta, creyendo que la buscaba para volver a pintar, a escribir. Después ni siquiera pensaba en ello. Sólo rememoraba su aroma, a cálida mañana en invierno, su suave pelo enredado en los dedos, su embriagadora sonrisa.
Y el principio de una historia que no era tal, que no recordaba haber escrito y que le producía escalofríos. ¿Hablaba de él?¿De ella?¿Del mundo?
La ambigüedad y certeza de las oscuras reflexiones le provocaban un sudor frío.
Se sentía sucio, y culpable, por haberlo escrito.
Cruzó la calle sin mirar, sin esperar, sin parar de correr, y oyó gritos de protesta y coches pitándole. No le importó, absorto en mantener el resuello, en no dejar que sus agotadas piernas parasen ni un instante de patear el suelo con fuerza, en no pensar.
Ya no sabía qué hacer. No era protagonista de nada. Ni de su propia vida. No se sentía ni pequeño.
Alicia había intentado contactar con él, había ido a su casa, para encontrarlo ojeroso y pálido, con las mejillas hundidas y el cuerpo demacrado. La debilidad lo consumía, y su mejor amiga no pudo ayudarle. No le salió más que compadecerle, aunque trataba de enfurecerlo, de hacerlo reaccionar. Se acostó con ella, y no sintió nada. Ella se marchó llorando, a la mañana siguiente, en silencio.
Gritó. Golpeaba con fuerza el suelo, marcando sus huellas en el mojado asfalto por instantes, apenas un parpadeo antes de que la lluvia las desposeyese de forma. Cruzó otra calle sin mirar, y no vio venir el camión.


"Los puntos suspensivos son el recurso de esos cobardes que no se atreven a poner punto y final." Monotonía Despuntada.

24/3/09

Un principio IV

Los días transcurrían y me recordaban la lluvia. Sentimental, melancólicamente, con monotonía. La exposición fue bien, se vendieron la mitad de los cuadros y me ofrecieron una segunda a un par de meses, para dar tiempo a que se difundiese un poco mi nombre.
Ella no se marchaba, seguía gastando lienzos tal cual los compraba, y escribiendo. No solía escribir, pero poco a poco le cogí el gustillo. Era más difícil que pintar, o más fácil, no estoy seguro, la diferencia lo mismo se hacía monumental que nimia. Todo se basaba en sacar esas ideas que me atormentaban dentro, de un modo u otro.
Su perenne presencia, en mi mente o a mi lado, se volvió rutinaria, dejé de intentar que se fuera. Incluso empecé a disfrutar de su compañía, creo. A apreciarla realmente, cuando sonreía, cuando hablaba, o cuando simplemente me abrazaba mientras me inclinaba sobre lo que estuviese haciendo, sin desconcentrarme lo más mínimo, sino más bien todo lo contrario.
Mi contacto con el mundo real se desvanecía poco a poco, las regulares llamadas de Alicia para informarme de éste o aquél evento eran lo poco que me mantenían despierto la mayor parte del tiempo. Despierto de verdad, sin desviar la vista hacia el blanco desnudo que me atraía como una luz a una polilla, cabeceando contra la bombilla hasta, carbonizado, caer en forma de letras, vomitado por un lápiz a exabruptos y casi escupido hacia el suelo, con mis alas ya desintegradas y mi cuerpo exhausto, ennegrecido de tinta y ceniza, arrullado por su tenue voz que tarareaba sinsentidos y acunado por sus suaves y delicados brazos, que me envolvían con gesto cálido y protector, comprensivos.
Una semana después de nuestra última discusión, mientras ella dormitaba en mi regazo tras agotarme a desdibujados contornos de sábanas y difusas posturas al óleo, mi mirada fue a clavarse en el cuaderno y el bolígrafo que yacían, tan cansados como nosotros, sobre la mesilla de noche.
Sin deshacer el abrazo que la sostenía contra mi pecho, y cuidando no despertarla, los alcancé y logré componérmelas para dibujar grafías entre los cuadraditos pensados para corregir líneas rectas.
No pensaba, ni miraba, mis manos eran un ente aparte en ese momento. Aunque lo más probable es que fuera ella quien las guiaba, incluso desde el subconsciente.
Intentó explicármelo una vez, y no pude evitar recordarlo mientras mis desenfocados ojos traspasaban papel, tinta y cartón hasta lo más hondo de mi memoria, donde creo se almacenan los recuerdos que consideramos importantes.
-Yo no te utilizo, ni hago nada a través de ti. Tú te sirves de mí para hacerlo.
-¿Cómo es posible? Tú eres… quiero decir, eres imaginación, ¿no? Nada de lo que hago tiene sentido sin ti, ni lo que escribo, ni lo que pinto, ni siquiera lo que pienso… bueno, imagino. Todo nace de una idea que tú creas.
-No, no, no, para nada. Todo está dentro de ti, y yo sólo estoy a tu lado mientras lo sacas.
-Así que dependo de ti para sacarlo.
-No exactamente – sonreía, divertida. Yo empezaba a fruncir el ceño. “Fruncí el ceño”, escribí. Ella aún no se había despertado, aunque mis dedos se perdían con velocidad frenética en el cuaderno.
-¿Entonces qué pasa aquí?¿Tú no significas nada?¿Por qué eres quien eres? No lo entiendo.
-No sabría explicártelo de un modo… - parecía concentrada, con los labios apretados y la mirada entornada - ¿Recuerdas aquello que dijo Platón del Mundo de las Ideas, con mayúsculas, y que no era igual que el mundo terrenal?
-Sí - ¿y ahora me hablaba de filosofía griega? “Todo está relacionado con la filosofía griega…”.
-Pues es algo así, yo soy la mayúscula para tu minúscula – parecía muy satisfecha de sí misma. Recapacité sobre lo que acababa de decir.
-Entonces me das la razón, ¿no? – insistí con terquedad.
-Bueno, no me he explicado del todo bien – se incorporó, en mi recuerdo, y en la cama a mi lado. Yo no la miraba en ninguno de ambos, pero sabía que estaba con los ojos vidriosos, húmedos, y con una sonrisilla satisfecha – Ambas existen, y no tiene por qué haber relación… (¿Qué haces?)… para que me entiendas… soy un amplificador (No sigas…), o, mejor aún, el cable de un amplificador, o de un altavoz, y tú eres el instrumento (…esto no está bien, no puedes escribir eso), y el instrumentista. Todo surge de ti, el sonido y la intención, yo soy el medio.
-Entonces… no eres la Imaginación (¡Calla!¡Para!) – esta afirmación me sorprendió incluso a mí, pero era lo único que tenía sentido - ¿Y qué es la imaginación?
Sonrió. Lloró. Me besó. Dejé de recordar, y de escribir, y le devolví el beso…
Al abrir los ojos, estaba tumbado en la cama, con el cuaderno en la almohada, y el bolígrafo colgando, laxo, de la mano, en la que se veían manchas de pintura reseca.
La luz que se filtraba por las persianas era la del atardecer, y torcí el gesto, confuso, ya que recordaba que acababa de levantarme cuando ella me saltó encima y empezó todo.
-¿Estás ahí? – me temblaba la voz. Por algún motivo, me esperaba el silencio que me respondió. Miré el cuaderno. Había escrito dos páginas, pero me había cortado en una pregunta. Estaba sin terminar. Aún más, no era ni media historia. No era más que un principio.


MJ... ¿ves que sí era "un" principio?

16/3/09

Salomé, 25-8-91


Iba andando sin rumbo fijo, deambulando por barrios que curiosamente nunca había pisado antes en mi ciudad, cuando encontré un anillo de plata (o supuse que era de plata) tirado en la calle, junto a un muro. En el interior del aro se leían un nombre de mujer y una fecha.
Por algún extraño motivo, sentí el impulso de probármelo, aunque era un anillo pequeño, y encajó a la perfección en mi dedo meñique.
Estuve preguntándome cómo había ido a parar allí el anillo. Se me ocurrió que la mujer que lo tenía lo tiró porque su hogar se rompió, o algo así.
El muro frente al que estaba tirado rodeaba el jardín de una casa de la que no alcanzaba a ver la planta baja, pero el primer piso tenía tres balcones y el tejado, rojizo anaranjado, a dos aguas. Las paredes eran blancas, pero numerosas macetas y enredaderas que bajaban desde las ventanas las coloreaban. Las cortinas estaban echadas, así que no pude atisbar el interior. Era una casa impoluta.
Me giré, con curiosidad, y vi una casa abandonada. La valla de madera descuidada, el jardín salvaje, las paredes con la pintura descascarillada. Incluso una ventana rota en el piso superior, y la puerta con numerosos arañazos. Se adivinaba en algunas partes que alguna vez tuvo pintura naranja, aunque ya estaba descascarillada, y sólo se veía el gris del cemento y el color de algunos ladrillos que habían resurgido. Las ventanas de la planta baja estaban tapiadas con madera.
Supuse que el anillo había salido de esa casa, con más aspecto de hogar roto. La fecha era bastante antigua.
Pero, si era así, ¿cómo nadie lo había encontrado hasta entonces?
Me lo quité del dedo meñique, guardándolo en el bolsillo de mi chaqueta, y, tras echar un vistazo a ambos lados de la calle, salté la valla de madera y me acerqué a la casa abandonada.
Alargué la mano hacia el picaporte, envuelta en la manga debido a la suciedad, y, para mi sorpresa, la puerta se entreabrió sin necesidad de girarlo. La cerradura estaba rota, forzada hacía ya tiempo, al parecer, pues había óxido incluso en las marcas sobre el metal. La visión que me esperaba era digna de un fotógrafo. Un vestíbulo a oscuras, con una escalera que tenía la barandilla rota y algunos escalones partidos por la mitad, y en el que se colaba la luz por un haz desde el piso superior y algunas partículas que parecían haberse infiltrado por los huecos de una persiana al fondo.
A la derecha, un salón enorme, con dos sofás destripados, una mesita coja y una estantería derribada. Había libros en el suelo, bajo la madera, y, al inclinarme para coger uno, pude leer títulos de filosofía, y una enciclopedia.
La mayoría tenían páginas arrancadas, y algunos estaban pegajosos.
A la izquierda, un comedor, con una única silla (rota) y un tablero de mesa volcado. Había también una chimenea llena de ceniza, que manchaba parte del suelo alrededor, incluso.
Sobre la chimenea, pude ver una foto inclinada y con el cristal resquebrajado. En ella se distinguían tres caras sonrientes: un hombre, una mujer y una niña pequeña con un pañuelo rosa en la cabeza, parecido a los que usan los pacientes de quimioterapia. Sentí una extraña presión en el pecho.
¿Sería el anillo de alguno de ellos?
Ni a la niña ni a la mujer se les veían las manos, y la única que pude ver era del hombre, apoyada en el hombro de la sonriente madre, y tenía los dedos demasiado toscos. No había forma de saberlo.
Al fondo, tras las escaleras, la cocina, con el grifo arrancado, y algunas latas de comida vacías, tiradas sobre la encimera, manchada de cosas que ni siquiera sabría nombrar. El fregadero estaba lleno de agua, y platos rotos.
Junto a la cocina había un pequeño baño en el que no me atreví a entrar, porque apestaba, y se oía el zumbar de moscones desde donde estaba.
Al poner un pie en el primer escalón, éste cedió, y me torcí el tobillo.
Aún así, no me detuve. La curiosidad superó al dolor, y empecé a subir, pegado a la pared, con cuidado para que la madera no volviese a partirse. Cuando llegué arriba, vi una viga del techo caída frente a mí, carcomida por dentro. Había cuatro puertas en el pasillo, y entraba más luz que en la planta baja. Se colaba incluso por una pequeña apertura sobre mí, de la que colgaba una cadenita oxidada y rota.
Entré por la primera puerta, a mi izquierda. Había un sofá-cama, intacto, y una vidriera destrozada, con el vidrio esparcido a mis pies, y unos cartones sucios bajo la ventana.
La de mi derecha daba a un baño tan repugnante como el de la planta inferior.
La segunda de la izquierda a una habitación colorida, con papel pintado rosa despegado de las paredes, una pequeña cama con cabecero de madera que dibujaba una corona en la pared, una cómoda con un único cajón, y un armario con las puertas sacadas de los goznes, vacío.
La que estaba enfrente de ésa, a un dormitorio con cama de matrimonio sin colchón, un escritorio de nuevo sin cajones y un armario empotrado con los espejos de las puertas agrietados.
En ese armario quedaba un traje de chaqueta negro, apolillado y lleno de polvo, colgado triste y solo de una percha de cobre.
Salí al pasillo, y tiré de la cadena, bajando una escalerilla metálica que llevaba al desván, y que chirrió con dolor cuando subí.
La madera crujió al soportar mi peso, y me quedé muy quieto, escrutando las sombras esquinadas por el día, que traspasaba un ventanuco de sucios cristales teñido de gris. El polvo se arremolinaba sobre un baúl y una caja abierta, únicos habitantes del ático. Imposible resistirse.
Me acerqué con cuidado al viejo arcón de madera, y, al abrirlo, una pluma blanca revoloteó ante mí. Se había escapado de un cojín amarilleado y descosido por el tiempo; bajo él, un vestido de novia, y un cuaderno de bocetos a carboncillo, de paisajes enternecedores. También un maletín lleno de pinturas, pinceles y lápices.
Al inclinarme sobre la caja, vi álbumes, coloridos y variados. Estaban llenos de fotos de caras sonrientes, la inmensa mayoría, de las personas retratadas abajo. Sobre todo, de esa niña con un pañuelo en la cabeza. En las más recientes no podía tener más de seis años, y su aspecto era pálido y frágil, demacrado por unas marcadas ojeras y devastador por una radiante sonrisa que no mostraba ningún miedo, y parecía que iba a estar ahí para siempre. No pude evitar sonreír, sacudiendo la cabeza y humedeciendo el plástico con mis lágrimas.
Hojeando el último álbum, una instantánea cayó al suelo bocabajo, y, al recogerla, leí en la parte de detrás “Papá, mamá y yo en Disneylandia” con letra insegura e infantil. En cuanto le di la vuelta, los dedos me temblaron, y se me escurrió, flotando hasta posarse sobre la capa de polvo con parsimonia. Caí de rodillas y me froté los ojos, intentando contener el llanto, aunque unos sollozos traicioneros escaparon de mi garganta sin que yo pudiera evitarlo.
En la imagen aparecían tres caras sonrientes: un hombre, una mujer y una niña pequeña con un pañuelo rosa en la cabeza, con el típico palacio Disney y los fuegos artificiales de fondo. Las tres mismas caras sonrientes del retrato que había sobre la chimenea…
Incapaz de soportarlo más, y sin haber encontrado ningún nombre ni fecha que correspondiese a los del anillo, salí del hogar roto. Enfrente, la impoluta casa blanca de alto muro parecía sonreírse. La puerta estaba abierta, y una mujer se agachaba en la calle frente a ella, mirando debajo de un coche.
-¿Dónde estás… dónde estás…? – su voz sonaba temblorosa, quebrada. Un hombre gritó desde el interior.
-¿A qué esperas?¡Tienes que hacer la cena! – ni siquiera me había dado cuenta de que era casi de noche. La mujer se incorporó, estremeciéndose, y pude ver miedo en sus facciones, marcadas por un feo morado en la mejilla izquierda; sus ojos, húmedos, parecían a punto de echarse a llorar.
-¡Ya voy! – respondió con voz temerosa.
Cuando estaba a punto de entrar por la puerta, tuve una corazonada.
-¡Salomé! – llamé. Y se giró, con el ceño fruncido y expresión confusa.
Por un momento, volví a escudriñar el hogar roto, y después me giré a contemplar la casa abandonada que había tras de mí. Bajé la vista, me metí las manos en los bolsillos de la chaqueta, y eché a andar, sin rumbo fijo, buscando algún barrio de mi ciudad que nunca hubiera pisado antes.

15/3/09

When passion's lost...

"And all the trust is gone..."

Cuando parece que todo y todos te abandonan. Y no hay más que escombros a tu alrededor, arena gris arrastrada por el viento y niebla que te absorbe, que bebe de ti, de tu mente, tus recuerdos, que se emborronan ante tus ojos y se desintegran, pasan a gaseoso y te obnubilan...
Y las manos te tiemblan, sudorosas, y el pulso se te acelera, y los pulmones se cierran, y, desesperado, alargas la mano hacia la blanca nada que te encierra en tu soledad, intentando dar bocanadas de aire contaminado.
Ruinas, todo tú estás hecho de ruinas, y ni siquiera antiguas, son paredes de papel que se humedecen y quiebran con facilidad, apenas una o dos lágrimas después que tu autoestima. Ruinas y sangre. La que palpita en tus pensamientos y los tiñen de rojo. Ese rojo obscuro y violento, que fluye cual río desbocado, corriendo más y más rápido en tu imaginación, dejando atrás tu iniciativa.
Y el blanco te consume.
Y una figura desconocida resurge de sus pesadillas. Es joven, no llegará a dieciocho años. No tiene nombre. Se llama él, en minúsculas, porque todo él es minúsculo, se siente tal, y se sabe tal. No tiene tampoco autoestima, ni iniciativa. Pero no ve en blanco, ni en rojo, ni escombros ni polvo.
Su gesto al incorporarse es agonizante, brusco, y su rostro pálido, húmedo de gélido sudor. Pronto vuelve al estoicismo, sin embargo, se seca la frente y suspira. Se levanta, frotándose los ojos de un modo que parece inconsciente, y se encamina al baño. Se inclina con ademán desganado para abrir el agua fría de la ducha, que le golpea la nuca unos momentos antes de que vuelva a cerrarlo.
Se detiene frente al espejo, con expresión aún somnolienta y abatida, y sacude la desgreñada melena rubia que le cae en descuidados bucles sobre los hombros, secándola como un perro.
Al comprobar su móvil, ve tres llamadas perdidas. Dos del bar, y una de su única amiga. ¿Quién más le llamaría?
Mientras se viste, recuerda un pasado definido como traumático por muchos psiquiatras, como indiferente por él mismo. Un padre que no volvió de comprar tabaco, un padrastro violento, bromas en el colegio, putadas en el instituto, familiares que desaparecieron pronto cuando se quedaron sin casa...
Y ella, siempre ahí. Contra todo pronóstico.
Todo era poco interesante.
Salió del piso con los cascos puestos, pero apagados. El mp4 ni siquiera tenía canciones. A paso lento, se encaminó hasta el bar de siempre, y al llegar el camarero tras la barra lo miró con expresión agria.
- Ya se la ha llevado tu amiga.
Asintió, apático, y dio media vuelta.
Llegó hasta su casa, cogió la llave de repuesto escondida bajo el felpudo, y entró sin decir nada. Su madre estaba en el sofá, desparramada con las mejillas enrojecidas, la ropa dejada caer de cualquier manera sobre la mesa, y una manta cubriéndola hasta el cuello. Roncaba como un carretero.
- Anoche te llamé - se giró hacia el pasillo, desde donde la voz de ella sonaba adormecida - Me avisaron del bar y fui a recogerla. Supuse que estarías descansando después de la tarde de ayer, y preferí traerla aquí...
- Gracias - dijo él con tono neutro. Se acercó a ella, que, en ropa interior, lo miraba con preocupación.
- ¿Cómo te va? - musitó cuando estuvieron a algunos centímetros. Estaba apoyada en la pared, con aspecto de cansada - Digo en el trabajo y eso. Hacía días que no sabía de ti.
- Todo sigue igual - acarició su mejilla. Sabía que a ella le gustaban esos gestos, y lo confirmó al girar la cara y besarle la palma de la mano - Dicen que me harán un contrato en cuanto cumpla los dieciocho.
- Entonces la semana que viene serán dos cosas que celebrar - le sonrió con los ojos entornados y esa mirada tierna que reservaba para él.
- ¿Y tus padres? - apartó la mano. No pensaba que su nacimiento fuese algo digno de fiestas o alegría. No le importaba.
- Trabajando, ya lo sabes - lo miró fijamente, con los ojos muy abiertos - La clase es bastante aburrida, pero pensé en avisar a algunos para que viniesen el viernes. Pensé que quizá querrías verlos.
- No me interesa verlos - le quitó un mechón de la frente, devolviéndole una mirada intencionada. Aferró su nuca, la atrajo hacia sí, y la besó.
Fueron a su habitación, la cama aún estaba deshecha. Ella le dio un cigarro al terminar, y se encendió uno. Acarició su pecho desnudo.
- Te quiero.
- No.
- Sí - le rozó el cuello con los labios - Quédate conmigo.
- Tengo que irme - dicho y hecho.
Su madre se tambaleaba, pero podía andar por sí misma.
- Feliz cumpleaños, cariño - le sonrió abrazándolo.
- Es el próximo viernes.
Ella lo ignoró, y, cuando llegaron a su casa, empuñó una botella de vodka. Él dio el primer trago, y fue a la ducha.
Su madre entró en el baño poco después, también desnuda.
- Tengo que ir a trabajar - le dijo cuando entró con él y lo abrazó, derramándole vodka en el pelo. Le selló los labios con un beso, y le acarició la entrepierna. Él volvió a lavarse la melena, ignorándola, aunque su cuerpo reaccionase.
Salió de la ducha, dejándola sola y gritándole incoherencias sobre insatisfacción y lazos fraternales.
Para cuando llegó al taller, eran las doce.
- ¡Llegas una hora tarde! - le rugió su jefe, un hombre de al menos doscientos kilos que siempre parecía estar sudando y con un bigotillo ridículo que él consideraba gracioso. Lo miró, impasible.
- Perdón.
A los pocos segundos, el enorme mecánico apartó la vista, mascullando "bah" y señalándole una moto desnuda.
Siempre provocaba eso en los demás. Parecía que se perdían en sus ojos, y encontraban algo que les daba miedo. A todos, excepto a ella. Y a su madre, desde que entró en ese estado de embriaguez permanente. Aunque antes, ni siquiera su madre lo resistía. Cuando tenía ocho o nueve años, y clavaba su mirada vacía y oscura, a pesar de tener irises de un color azul casi blanco, en alguien.
Por eso su padrastro le gritaba. Y le pegaba.
Por eso, seguramente, su padre huyó. Por eso y porque su madre empezó a beber.
Pero no le salía mirar de otra forma. Pensaba en ello a menudo, en esa cualidad extraña que nadie más parecía poseer. Algunos psicólogos hablaron de que todo era a causa de su situación familiar.
Pero a él no le importaba su situación familiar. Le había tocado, y vivía con ello. Lo soportaba todo, incólume, inamovible e inconmovible.
Al llegar a casa, su madre estaba tirada junto a la entrada, y vio el salón destrozado. El televisor en el suelo, la mesa volcada, el sofá con toda la esponja sacada a cuchillazos, la lámpara rota, la maceta destrozada... y la botella de vodka, rota, junto a la puerta.
Se había vuelto demasiado incómodo y problemático soportarla. Se acercó a ella, y la levantó en volandas, lo que provocó que ella despertase, con la mirada desenfocada. Le sonrió, y lo besó en los labios. La soltó sobre la cama, ella alargando los brazos hacia él.
- Ven aquí... ven... te quiero... cariño... ven con mamá...
Empuñó el cuchillo con el que ella había asesinado el sofá.
- Dame un abrazo, cariño... ven, abrázame...
Hizo lo que le pedía. Ella aprovechó para aferrarlo con fuerza y mordisquearle el cuello. Él resbaló la cuchilla por su piel, buscando un hueco entre las marcadas costillas... y hundió el frío metal entre la cuarta y la quinta, removiéndolo dentro de la herida para asegurarse de que el corazón quedaba destrozado.
Ella expiró casi de inmediato, sin emitir un grito siquiera.
Después, la descuartizó, y envolvió los restos en las ensangrentadas mantas, junto con el cuchillo.
Por la noche, a eso de la una de la madrugada, bajó a tirar todo lo que había manchado de sangre a la basura. Tuvo que hacer dos viajes, y el segundo fue incómodo, al tener que bajar él solo el colchón por las escaleras.
Cuando subió al piso, se tumbó en el sofá, agotado, sin cerrar aún los ojos, mirando fijamente la pequeña figurilla del gato de cerámica que le había regalado ella un buen día. Siempre le habían gustado los gatos.
Nadie le había visto, como cuando hizo lo mismo con su padrastro, y, al día siguiente, se incorporó con un gesto agonizante, brusco, y el rostro pálido húmedo de gélido sudor. Pronto volvió al estoicismo.

"...way too far... for way too long...".

13/3/09

¿Varío?

La hipérbole es una figura retórica que, deliberadamente, supera la realidad que define o la lleva al extremo para provocar determinadas reacciones en el receptor.
Exageras.
Me resulta curioso eso de que la gente lo mire todo con tanto respeto cuando se utilizan palabras un poco inusuales.
Falacias, minucias, preponderancia, pudibundez...
Mentiras, tonterías, arrogancia, vergüenza.
Y no son palabras más válidas sólo por estar más escondidas en el diccionario que cada uno habla, ni implican más significado. Son sólo palabras, algo utilizado principalmente para comunicarse.
Pero, a ratos, la gente gusta de no darse a entender.


"Intelijencia, dame al nombre exacto de las cosas..." Juan Ramón Jiménez.

Pseudohogar

No soy ningún tipo especial. Más bien del montón.
Lo único de mí que suelo defender es lo que escribo. Puede que muchas de las palabras que use sobren, que me exceda con los adjetivos y le dé demasiadas vueltas a todo antes de llegar a lo que realmente interesa, pero… sigue siendo parte de mí. La parte que merece la pena, al menos eso creo, por muy egocéntrico que pueda pareceros.
Porque considero que escribo bien. Tal vez lo que escribo no sea perfecto, pero las personas tampoco lo son, y no pienso olvidar que, al final, todos los textos no son más que un pedacito de alguien. Un trocito de su alma que ha querido sacar de su mente para que otros puedan verlo. Quizá para que una persona lo vea.
Incluso existe la posibilidad de que sólo quiera repasarlo una y otra vez, sin intención de sacarlo nunca a la luz más que para leerlo encogido sobre él, para acariciar las letras y sonreír ausentemente, orgulloso de su creación.
Bueno… orgulloso de sí mismo, sí. ¿Por qué no? No es malo, que yo sepa.
En definitiva: lo que escribo es lo único que considero “destacable” de mi persona.
Es posible que no demasiado, pero eso no tiene mucha importancia.
Y, por ser tan normal, tan simple en mi reflejo… me sentía fuera de lugar allí.
Las nubes ocultaban las estrellas; sólo una esquirla de luna podía adivinarse asomándose a un desgarrón en el cielo. Esa oscuridad casi completa se reflejaba en el negro mar, que, curiosamente, parecía nervioso. No por unas olas desmesuradas ni un excesivo chapoteo. El oleaje era errático, o al menos así lo oía yo. Tuve la ligera impresión de que estaba nervioso por no ver a la luna, cuando tienen una relación tan íntima…
Hacía una bonita noche. Tranquila.
Una cálida sensación se había apoderado de mí, transportándome más allá de todo eso.
Como si mi cuerpo, mis sentidos, siguiesen en el mismo sitio, y mi mente se hubiese ido a otra parte.
Oía el mar, podía oler la brisa salada… aunque no estaba en la playa.
No veía nada porque tenía los ojos cerrados.
El frío cemento en el que estaba sentado, los sonidos de los coches… el viento que en realidad enmarañaba mi pelo, las luces de la ciudad que traspasaban en parte mis párpados… las imágenes en mi cabeza de su última historia, conmovedora y que llegaba, como siempre, a despertar algo dentro de mí…
Aunque sentía todas esas cosas, también creía estar en una casa.
Un ático, para ser más concreto. Su ático. O futuro ático. Agh…
Un salón, en el que estaba la cocina, parapetada tras una barra americana.
No era especialmente grande, aunque tampoco pequeño. El techo inclinado hacia la derecha, así que tenías que agacharte al entrar, hasta que estuvieses algo más en el centro, donde unos cómodos sofás rojos y negros, rodeados de “pufs” y enormes cojines, con una mesa de cristal baja en medio, prometían una velada agradable.
Libros, la mayoría de autor anónimo o con pseudónimos, adornaban unas estanterías viejas, de tiempos más humildes, que estaban alineadas en la pared a la derecha, donde estaba la entrada a la habitación y el baño.
Un minibar (sí, como los de esas películas antiguas) se escondía en el rincón de la izquierda.
Al fondo, un balcón con un banco de madera y numerosas plantas florales. Muchas enredaderas, que colgaban incluso hasta varios metros por debajo de su piso.
Cada macetero contenía unas flores distintas, para darle más colorido.
Amapolas, tulipanes, violetas, lirios, rosas…
En el cuarto, había una enorme cama redonda, con cabecero metálico antiguo, alto, de esos que tienen barras e intrincados dibujos de metal arriba. No tenía ni idea de cómo se lo había puesto.
Más estanterías.
Un escritorio forrado de fotos, poemas, fragmentos de historias, dibujos (tanto sobre papel como sobre la madera)…
Un portátil, y numerosos cuadernos amontonados: a los lados, debajo…
Una nevera pequeña en la esquina del fondo a la derecha, entre dos estanterías.
A la izquierda, oculta en parte por un estante, una ventana con cortinas grises y raídas, desde la que podía verse la esquina de un parquecito de abetos.
Justo a la derecha de la puerta, el cuarto de baño.
Losas azules hasta un metro y medio aproximadamente, y grises por encima, con pegatinas de burbujas negras y rojas… un baño totalmente blanco la habría deprimido.
La bañera era de esas antiguas, con patas de bronce que parecían las garras de un león, y un grifo dorado. Parecía cómoda.
Por fuera estaba recubierta de fotos y su letra, como el escritorio.
Tanto si escribía sus propias historias, como si acababa traduciendo las de desconocidos, cuya inmensa mayoría no merecía siquiera que alguien tan superior a ellos expresase con sus palabras lo que escribían… parecía que iba a tener un refugio donde ser feliz. Donde ser, al fin y al cabo, ella misma.
Es… ¿curioso? (en el sentido real de la palabra) que, tras leer la historia de que su alter ego se instalaba en una iglesia románica abandonada, se me ocurra algo así.
Otras veces he descrito otros lugares para ella. No sé, es… interesante… imaginarme algo así. Normalmente alguien imaginaría su propia casa, ¿no?...
Incluso imaginé cómo sería el castillo que (estoy seguro) es su mente. En un árbol, una mansión a veinte metros del suelo, con las habitaciones incrustadas en el tronco, que, aunque sólido, daba cierta impresión de ser translúcido… una de las salas tendría chimenea, ¿lo recuerdas?
“¿Qué cómo puede haber una chimenea en un árbol? Pues… no sé, los sueños son así…”…

- Y, ¿qué pasó con el reino de ensueño?
- Lo que pasa siempre con esas cosas. Alguien se despertó, y el sueño terminó…


(No recuerdo de quién es la cita ahora mismo).

4/3/09

Desvarío

En cuanto lo solté, dejó de ser sólo mi responsabilidad. Pero también dejó de ser mi secreto, y mi repentina vulnerabilidad me hizo tambalear, a la vez que mi libertad logró que llorase de alegría.
No más notas explicativas a pie de página, ni fílmicas excusas para escapar un rato.
No más nada.
Nada.


"Cause these words are my diary screamin' out aloud
And I know that you'll use them however you want to
" Anna Nalick